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lunes, 31 de julio de 2023

En Esto Pensad - Agosto 2023

“No Perecerán Jamás”

William MacDonald


Una de las afirmaciones más concluyentes sobre la seguridad eterna del creyente es la de Juan 10.27-29. Es de comprender si al leer este texto, uno cree que al nacer de nuevo está seguro eternamente. De hecho, es difícil ver cómo alguien podría llegar a otra conclusión. Examinemos el pasaje frase por frase, y disfrutemos la certidumbre que da.

“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10.27-29).

    “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. Es una frase declarativa. Nos informa quiénes son las ovejas de Cristo. Son las personas que oyen Su Palabra, responden a Su voz, y son salvas.
    Él les conoce. Les reconoce como Suyos. Les distingue de los que no son creyentes y de los que falsamente profesan creer. Él puede ver donde hay fe genuina cuando a lo mejor ninguno de nosotros lo tiene claro, por ejemplo,  en el caso de Lot (2 P. 2.7), y Sansón (He. 11.32).
    Ellas le siguen. Esto no es una condición. Él no dice que son Sus ovejas si le siguen, o entre tanto que le sigan. Al contrario, es lo que caracteriza al verdadero creyente. Característicamente él sigue a Cristo (ver Jn. 10.4-5). Digo “característicamente” porque nadie lo hace perfectamente. Todos tenemos más o menos tendencia a vagar y alejarnos del Dios que amamos. Pero el Pastor asume la responsabilidad de restaurar a las ovejas descarriadas.
    “Y yo les doy vida eterna”. De nuevo tenemos una promesa incondicional, sin cláusulas o condiciones añadidas. La vida eterna es un regalo, un don. ¡Un regalo con condiciones no es regalo! Cualquiera que haya confiado en el Señor Jesucristo para la salvación de su alma puede saber, en base a la autoridad de la Palabra de Dios, que tiene vida eterna.
    “Y no perecerán jamás”. Piensa por un momento en las consecuencias que habría si una sola oveja de Cristo se perdiera jamás. Entonces, Cristo habría renegado Su promesa. Ya no sería Dios. La Trinidad cesaría. La Biblia no sería fidedigna. Estaríamos todavía en nuestros pecados. Pero nada de eso puede suceder, pues el cumplimiento de la promesa depende solamente de Cristo y no de Sus ovejas.
    “Ni nadie las arrebatará de mi mano”. Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, garantiza que Sus ovejas están en Su mano y que nadie las puede quitar a la fuerza.
    Los arminianos argumentan: “Nadie de los demás puede arrebatarlas, pero el mismo creyente puede arrebatarse de la mano del Señor”. Esta forma de argumentar es grotesca, que un cristiano tenga más poder que todos los demás en el universo. Nadie—un absoluto que incluye las ovejas— las puede arrebatar de las manos fuertes del Salvador.
     “Mi Padre que me las dio, es mayor que todos”. Para enfatizar todavía más la seguridad del creyente, el Señor dice que los verdaderos creyentes son un regalo del Padre al Hijo. Si un creyente pudiera quitarse de la mano de Cristo, entonces cabe la posibilidad de que todas Sus ovejas podrían hacerlo. Y no solamente podrían, sino que probablemente lo harían. En ese caso, el regalo del Padre al Hijo desaparecería. Entonces, ¿qué tipo de regalo sería? Ciertamente no sería nada digno del Padre.
    No, el Padre es mayor que todos, esto es, mayor que todos los demás poderes en el universo, y ciertamente mayor que la fuerza de una oveja. El término “todos” incluye las ovejas.
    “Y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”. En vista de semejante certidumbre maravillosa, es perverso que algunas personas objeten diciendo que una verdadera oveja de Cristo puede decidir que ya no quiere ser más oveja, y así retirarse de la mano del Padre.
    El argumento no puede mantenerse. La palabra “nadie” es absoluta. No admite excepciones. El texto inspirado no dice “nadie excepto una oveja de Cristo”, y tampoco debemos nosotros decirlo, pues sería añadir a las Escrituras.


Capítulo 2 de Una Vez En Cristo, Para Siempre En Él,  Libros Berea

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 ¿Qué nos enseñan las Escrituras acerca
de cómo orar en público?

El pasaje principal relacionado con este tema es 1 Timoteo 2.1-8. La voluntad de Dios, expresada por el apóstol con las palabras “exhorto ante todo”, es que rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias sean presentadas por “todos los hombres” (v. 1, gr. anthropos = seres humanos) y los gobernantes (v. 2). Según el versículo 8 la responsabilidad de orar públicamente reside claramente en los varones, no en las mujeres (“hombres” aquí viene del griego aner que designa “varones”). 1 Corintios 14:34 manda que las mujeres callen en la congregación. Es un asunto del orden de Dios acerca de cómo hacer las cosas. No puede ser eliminado o descontinuado, como si no tuviera importancia, o como si fuera algo cultural de aquel entonces, como alegan algunos, porque es un mandamiento del Señor (1 Co. 14.37).
    Cuando se reúnen los creyentes para orar, los varones dirigen de uno en uno, en voz alta, y el resto de las personas les siguen en silencio, haciendo suya la oración del que se oye. Cuando dicen “Amén” al final, expresan su acuerdo con lo que se ha dicho (1 Co. 14.16). La palabra “amén” es importante – aparece 78 veces en la Biblia. En la alabanza del Salmo 106, el versículo 48 exhorta: “Y diga todo el pueblo, Amén. Aleluya”. De acuerdo que no debemos abusar el “amén” ni decirlo constantemente o sin sentido, como algunos. ¿Pero cómo podemos prohibir que los hermanos digan “amén” en la asamblea, vocalizando su acuerdo? ¿Quién tiene autoridad para prohibir el uso de una palabra que Dios manda?
    Algunos dicen: “Vuestras mujeres no oran en las reuniones”, pero se equivocan. Las hermanas sí oran, pero en silencio. Recuerda el ejemplo de Ana en 1 Samuel 1.12-13, que oraba en silencio y sin embargo tenemos su oración en el texto porque Dios lo oyó todo. No es necesario que las mujeres oren en voz alta en la reunión para ser escuchadas.
    En el sermón del monte, el Señor dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mt. 6.6). Sin embargo, no debemos mirar a este caso como una prohibición de oraciones públicas. Si hubiera sido ese el caso, entonces el Señor Jesús rompió Su propia regla (Jn. 11.41-42). Pero en Mateo 6 el Señor advierte acerca de la práctica hipócrita de orar en publico para ser visto y oído por los hombres.No se debe dar un pequeño estudio o meditación en la oración. Es erroneo estilizar o arreglar nuestras oraciones para que sean placenteras o impresionen a los que están alrededor. Si oras para que los ancianos se den cuenta de tus conocimientos o don, esperando que te inviten a predicar, estás malgastando el tiempo. Eso es precisamente lo que debemos evitar, no la oración, sino la oración hipócrita.

Capítulo 8 de ¿Vale la Pena Orar? por Wm. MacDonald y Carlos Knott, Libros Berea

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Los Límites de la Autonomía


Hay dos características que son propias de cada asamblea:    

1) dependencia del Señor, demostrada por obediencia a Su Palabra. 2) autonomía demostrada por independencia de toda organización humana.
 

La interdependencia de estas características deja ver que la “autonomía” de la asamblea no es una autonomía absoluta, sino limitada y condicional. Es necesario entender esto, porque es administrativa (en las finanzas, etc.) la autonomía de los que se congregan en el Nombre del Señor. En ningún caso se extiende a la formulación de sus propias leyes y ordenanzas. Cuando grupos de hermanos comiencen a abandonar las enseñanzas bíblicas y regirse por sus propios conceptos y deseos, ya no pueden seguir manteniendo su profesión de ser congregados en el Nombre del Señor. Como ya se ha visto en un articulo anterior, esta expresión implica: autorización, instrucción, conformación y representación, o sea, sumisión a la Autoridad suprema del Señor: “Señor de ellos y nuestro” (1 Co. 1.2), obediencia a Sus instrucciones: “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28.20), conformidad con las doctrinas apostólicas: “perseveraban en la doctrina de los apóstoles” (Hch. 2.42); y una conducta y una presentación que sean dignas de ser nosotros Sus representantes en este mundo. Léase 1 Timoteo 5.14 “que no den al adversario ninguna ocasión de maledicencia” y 2 Corintios 6.4 – “nos recomendamos en todo como ministros de Dios”.    

 J. W. K.  de la revista “Congregados En Mi Nombre”, 2004, Nº1, pág. 10

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 Hablaron Desde El Infierno  (parte 3)

Sr. Dives Rico:  Lucas 16.19-31

viene del número anterior

El amor al dinero no es, como usted dice, una debilidad; es un pecado. Me he dado cuenta que, cuando era mortal, era ciego y necio. Me hubiera horrorizado de encontrar un ídolo o imagen sobre cualquiera de mis propiedades. Sin embargo, todo el tiempo estaba poniendo mi riqueza por encima de Dios. ¡Había llegado a ser mi ídolo! Al amar al dinero, no estaba amando a Dios con el amor que Él merece y requiera. ¿He sido claro?
—Por cierto que sí —contesté—. Y estoy sorprendido del curso que está tomando esta entrevista. Poco me imaginaba que oiría algo como eso en el Hades. Pero permítame preguntarle: ¿Qué otros factores contribuyeron al juico que ahora está experimentando?
—El orgullo tuvo mucho que ver con mi reclusión en este lugar. Usted se ha referido a la forma en que yo estaba vestido con costosa púrpura de Tiro y lino fino de Egipto. Era el hombre mejor vestido de la ciudad, y me sentía orgulloso de eso. Estaba orgulloso de mis ropas, del número de esclavos que poseía, de los banquetes que servía y de la posición que tenía en la comunidad. Mi actitud se parecía mucho a la del antiguo rey de los caldeos, Nabucodonosor.
—Lo siento, señor —dije—, pero no entiendo qué relación hay entre su orgullo y el del rey Nabucodonosor.
El señor Rico me miró con cierto reproche y dijo:
—Pensé que usted tenía cierto conocimiento de las Escrituras. ¿No recuerda cómo cuenta sobre el rey que se sentaba en su palacio, hinchándose de orgullo y jactándose? “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?
“Ya ve —continuó— que todo lo que yo hice, las ropas que usaba, los discursos que daba en reuniones religiosas y políticas, aun las donaciones que di a instituciones de caridad, todo era motivado por el orgullo y el deseo de obtener la alabanza de los hombres. Todo lo que tenía, todo lo que lograba, todo lo que era, lo acreditaba a mi propia capacidad”.
—Aprecio su honestidad, señor —dije—. ¿Es ésa una característica de la mayoría de los residentes del Hades?
—Probablemente lo sea. Después de todo, el hecho de que estemos aquí haría que cualquiera excusa o defensa deshonesta fuera más bien ridícula, ¿no es verdad? No, usted no encontrará ningún alma condenada en este lugar que pretenda que sufre injustamente. Sabe por qué está condenada. Somos el producto de nuestras propias malas decisiones, y nos adecuamos a los modelos de destino que nosotros mismos hemos creado. ¿Se dio cuenta que en el registro divino de mi experiencia en estas salas de tormento, no me he quejado o acusado de trato injusto?
     “Dios se ha revelado a sí mismo a nosotros por medio de la naturaleza, de la conciencia,  a través de la Ley y poco después de mi muerte física, se reveló por medio de Su Hijo.  Pero nosotros pasamos por alto Sus revelaciones. Él ofreció Su gracia, y nosotros la rechazamos. Trató de ser incluido en cada fase de nuestras vidas, y le negamos admisión. No nacimos para ser condenados: nos condenamos nosotros mismos por nuestro desafío de la voluntad de Dios, y al eliminarle de nuestra existencia mortal”.
—Me quedé sorprendido de esa honesta evaluación de su destino personal. El Hades era un lugar sorprendente en muchos sentidos, y comencé a preguntarme cuáles eran las nuevas sorpresas que me aguardaban.
     Pero el señor Rico tenía más que decir.
—Cuando usted comenzó la entrevista, se refirió a mi vida de alegría, fiestas y falta de inhibiciones. No, ni se disculpe. Estaba diciendo la verdad. Mi existencia mortal consistió en comer, beber y estar alegre. Era un playboy. ¿Alguna vez oyó hablar de los antediluvianos? ¿De cómo comían y bebían, compraban y vendían, casándose y dando en casamiento, hasta que vino el diluvió y se los llevó a todos?    Bueno, eso describe mi vida en la tierra. Vivía para la alegría y el placer. Realmente el…
—Disculpe, señor —lo interrumpí—, ¿está sugiriendo que comer y beber, comprar y vender, casarse y dar en casamiento, que todas esas actividades son malas y traerán juicios como los que usted está sufriendo?
—No —contestó—; pero hacer que la vida consista solo en esas actividades con la total exclusión de Dios y sus reclamos sobre la vida y las posesiones… eso es maldad de primer orden.
“Ya ve —continuó el señor Rico—, yo creo en Dios. Asistí a los servicios en la sinagoga cuando era conveniente. Puse mis ofrendas y sacrificios en el Templo. Pero era meramente una actuación religiosa. Mantuve a Dios del lado de afuera de mi vida, como un adorno espiritual, pero en realidad le negué un lugar en mi vida, intereses y afectos. En otras palabras, no vivía para Dios, sino para comer, beber y jugar, para tener diversiones. Encontré mucho placer. Que nadie diga que no hay placer en el pecado. ¡Lo hay, pero el resultado es una vida impía, y una eternidad sin esperanza!
Durante algunos minutos, no habló ninguno de los dos. Y entonces pregunté:
—¿Sería doloroso para usted contarme sobre su llegada al Hades?
—De ninguna manera —contestó—. Ocurrió en mi fiesta de cumpleaños. ¡Y esa sí que era una fiesta! Vino, mujeres y canto, ¡lo mejor de todo y en cantidad! Debe haber sido cerca de la medianoche, cuando de repente, un fuerte dolor agudo se apoderó de mí pecho. Me vino un sudor frío —ola tras ola de agotadora agonía venían sobre mí— y entonces perdí el conocimiento. Aparentemente, ocurrió enseguida una oclusión coronaria. No tengo ni idea de cuánto duró la tiniebla del desvanecimiento. Luego vino la sensación de flotar a través de nieblas de oscuridad, seguida de una plena conciencia en este lugar de tormento. Cerré los ojos con agonía física, ¡y los abrí en las llamas del Hades!
—Señor Rico, ¿puede usted describir su primera reacción al llegar aquí?
—Sí, mi primera impresión fue el increíble e intolerable tormento, tormento de la mente, del espíritu y tormento por recuerdos, por lamentos inútiles, por la desesperanza y la desesperación.
     “Mi siguiente impresión fue la de sorpresa. Levanté mis ojos y descubrí que aquellos que estaban en el Hades podían ver a los que estaban en el Paraíso, pero no podían compartir su bendición.   Y ése fue el tormento definitivo, viendo lo que yo pude haber sido y tenido, pero que había perdido para siempre.
     “Usted habrá visto que yo dije que en el Hades levanté mis ojos. Mientras estaba en mi estado mortal, nunca lo hice. Mi mirada y mis deseos siempre eran geocéntricos. Solo amaba al mundo y las cosas que hay en él. El cielo era solo una palabra para mí, y Dios solo un nombre en el credo judío. Al llegar aquí, por primera vez miré hacia arriba, y vi a Lázaro en el Paraíso. Nunca le había visto o al menos le había prestado atención, cuando yacía a la puerta de mi palacio, ansiando las migajas que yo echaba a los perros.  Estaba más allá de mi interés. ¿Qué me importaba que estuviera muriendo de hambre? Esa era su suerte dura. Y ahora daría todo lo que tengo para cambiar de lugar con él y compartir…”
—Perdóname, señor Rico, creo que usted se ha olvidado dónde está. Aquí usted no posee nada. No tiene riquezas para cambiar con Lázaro. Pudo haber sido tremendamente rico en la tierra, pero dejó todo eso atrás cuando murió su cuerpo.
—Tiene razón —contestó—. Y hubo un mundo de angustia en su respuesta.

del c. 1 de Hablaron Desde El Infierno, por C. Leslie Miller

continuará, d.v., en el siguiente número

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Lágrimas Inútiles

Como vimos el mes pasado, hay lágrimas que evocan la compasión de Dios, a Él gracias, pero no cualquier lágrima entrará en Su redoma. No toda lágrima es digna de compasión, ni de Dios ni de nosotros, porque las emociones humanas también han sido contaminadas por el pecado. “Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente” (Is. 1.5). El hombre natural no piensa bien ni siente bien, es decir, sus pensamientos y sentimientos están contaminados con el pecado. Por eso Jeremías declara: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17.9). Así que cuando uno afirma que nos dice algo de corazón, recordemos cómo es el corazón natural. Si no es purificado y guiado por el Espíritu Santo, no es confiable.
    Y de ahí que las lágrimas pueden ser malas, y pueden ser utilizadas para manipular a otros, como una defensa, o para salirse uno con la suya.
    Esaú despreció su primogenitura (Gn. 25), y luego cuando Jacob le engañó y tomó la bendición patriarcal, “clamó con una muy grande y muy amarga exclamación” (Gn. 27.34). Quería la bendición pero su padre la había dado a su hermano, y no había vuelta atrás. “Y alzó Esaú su voz, y lloró” (Gn. 27.38). Hebreos 12.16-17 describe a Esaú como fornicario y profano, y añade: “ya sabéis que aun después, deseando heredar la bendición, fue desechado, y no hubo oportunidad para el arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas”. Eran lágrimas de hombre profano que se dio cuenta tarde de lo que había despreciado y perdido, y no hubo remedio. No consiguió cambiar la decisión de su padre.
    Israel despreció el maná, provisión milagrosa de Dios para Su pueblo en el desierto. Además, se dejó influir por las malas actitudes de los extranjeros en su medio. “Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne!” (Nm. 11.4). Eran lágrimas inmundas, egoístas, y de desprecio de la provisión divina. ¿Cuál fue la reacción de Moisés y de Jehová a esas lágrimas? “Y oyó Moisés al pueblo, que lloraba por sus familias, cada uno a la puerta de su tienda; y la ira de Jehová se encendió en gran manera; también le pareció mal a Moisés” (Nm. 11.10). Lloraban familias enteras y el pueblo estuvo alterado. Pero Dios respondió con ira porque esas lágrimas eran malas – carnales, pecaminosas y rebeldes. Les mandó carne y les castigó: “cuando la ira de Jehová se encendió en el pueblo, e hirió Jehová al pueblo con una plaga muy grande. Y llamó el nombre de aquel lugar Kibrot-hataava, por cuanto allí sepultaron al pueblo codicioso” (Nm. 11.33-34). Había llorado de codicia, quejándose y despreciando la provisión divina. Sus lágrimas trajeron el juicio de Dios y gran mortandad. Hoy todavía hay quienes lloran porque quieren algo que no tienen. Lloran porque no quieren comer lo que está delante, sino otra cosa. Lloran quejándose. Lloran porque desprecian la provisión de Dios y desean más. Quieren hacerse las víctimas, y que se les tenga compasión. Esperan que sus lágrimas manipularán a otros, y quizás a Dios, y que así obtendrán su antojo. No hay que compadecerse de tales lágrimas, porque son carnales.
    En Números 14.1-2 el pueblo de Israel lloró malamente otra vez, en Cades. Diez de los espías dieron informe malo de la tierra prometida, y convencieron al pueblo que no podía entrar. “Entonces toda la congregación gritó, y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche. Y se quejaron contra Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos!” No hubo compasión de parte de Dios ante la incredulidad de ellos y su rechazo de la provisión de Dios. Le insultaron y se apartaron. Fueron castigados con muerte en aquel desierto. “En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto” (v. 32). Sus lágrimas no sirvieron. Dios no les permitió volver a Egipto ni buscar otra tierra. No tenían por qué no estar satisfechos con la tierra que Él les prometió. Su falta de fe no era digna de conmiseración, sino de castigo. “Sin fe es imposible agradar a Dios” (He. 11.6). Endurecieron sus corazones y provocaron a Dios. En Hebreos hallamos su historia repetida para advertirnos. “Entre tanto que se dice: Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación. ¿Quiénes fueron los que, habiendo oído, le provocaron? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés? ¿Y con quiénes estuvo él disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? ¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron? Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (He. 3.15-19).
    Malaquías 2 se dedica a la denuncia de los sacerdotes y levitas que habían deshonrado a Dios. No decidieron de corazón dar gloria a Dios (v. 2). Se habían apartado del camino, habían hecho a muchos tropezar en la ley, y habían corrompido el pacto que Dios hizo con Leví (v. 8). No guardaron los caminos de Dios, y en la ley hicieron acepción de personas (v. 9). Eran desleales y profanaron el pacto (v. 10).  Se habían divorciado y vuelto a casar (vv. 14-17). Pero querían venir al templo y cubrir el altar de Jehová de lágrimas, con llanto y clamor (v. 13), deseando que Él aceptara sus ofrendas despreciables. ¿Cómo respondió el Señor? ¿Acaso dijo: “Pobrecitos, les tendré compasión porque son sinceros y, en fin, nadie es perfecto”? ¡En ninguna manera! Declaró: “no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con gusto de vuestra mano” (v. 13).
    Cristo advirtió de lágrimas eternas, de verdadera tristeza, pero indignas de compasión. Dijo que en las tinieblas de afuera, en el lugar de castigo eterno, “allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 8.12). Prometió que cuando Él venga en Su reino, los ángeles recogerán “a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 13.41-42). Luego lo repitió: “los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 13.50). Mandará echar fuera al que se coló entre los invitados (los creyentes). “Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 22.13). Mateo 24.51 indica cuál es el lugar de castigo para los siervos malos y los hipócritas: “lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes”. “Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 25.30). Son lágrimas de dolor, de desesperación y de remordimiento de conciencia, de aquellos que “sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts. 1.9). Por mucho que lloren, no entrarán. Despreciaron el evangelio. No recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Algunos presumían y pretendían ser cristianos, pero eran falsos. Todos serán igualmente perdidos por la eternidad. Tendrán profunda tristeza y agonía, pero sus lágrimas y sus clamores implorando la misericordia de Dios llegarán a oídos sordos, porque será demasiado tarde.
    Hoy es día de salvación. Hoy estás a tiempo para arrepentirte, humillarte y buscar al Señor. Cristo dice: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mt. 5.4). Pero no demores, porque la benignidad de Dios no siempre te esperará.
    “Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes” (Lc. 13.25-28).
    La historia del pueblo de Israel es repetida en el Nuevo Testamento para nuestro beneficio (Ro. 15.4), para que aprendamos a cuidar nuestra conducta. No intentemos tapar con lágrimas nuestros pecados. “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Co. 10.6-12).

Carlos

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A Mí, Ni Fu Ni Fa

    Se encontraba mal y acudió al médico. Después de realizar el diagnóstico, éste afirmó  “Hay que operar. A usted le toca decidir si operamos o no. Si quiere operarse, tiene que darnos su consentimiento”.
    Supongamos que la respuesta del paciente fuera así: “Lo mismo me da; me es igual...” o como en España: “a mí ni fu ni fa”.
    El médico contestaría: “¿Qué quiere decir? ¿Se opera o no se opera, sí o no? Esto de ‘a mí ni fu ni fa’ no me dice nada. Usted tiene que decidir y tiene que decirme si quiere que realicemos la intervención que precisa o si quiere continuar como hasta aquí. Su respuesta no tiene sentido”.
    El náufrago solo tiene dos posibilidades: agarrarse a la cuerda que se le ofrece y salvarse, o bien hundirse en el mar y ahogarse. No hay otra alternativa.
    Los que se casan, o bien pronuncian un “sí” que les compromete, o por el contrario, se niegan a comprometerse, diciendo que “no”, y siguen como antes. La indiferencia no tiene sentido, porque no significa nada.
    El paciente que necesita una intervención quirúrgica solo tiene dos opciones: o se somete a la operación propuesta, o sigue en su dolencia.
    También frente a Jesucristo, cada ser humano tiene que tomar una decisión de la que no puede escapar. Afirmar que no estamos ni a favor ni en contra de Jesucristo, como pretenden algunos, es una locura, porque equivale en realidad a una decisión negativa de hecho.
    Jesucristo viene a ofrecernos lo que NO tenemos: la salvación, el perdón de nuestros pecados. Ofrece lo que más anhelamos: vida eterna, vida abundante. Para esto vino. La religión no puede dar esas cosas, pero Jesucristo sí, puede.  Él vino para darse en sacrificio en la cruz del Calvario. Allí murió como Sustituto, sufriendo por nosotros la pena de muerte, por nuestros pecados. Al tercer día resucitó de la tumba, y cuarenta días más tarde ascendió vivo al cielo. Jesucristo no es una filosofía, es una Persona, Dios y hombre en uno, que vive y desea entrar en una comunión personal, íntima, con cada uno de nosotros.
    Responder a eso diciendo  —A nosotros, todo esto ni fu ni fa— significa haber escogido la frustración y la muerte. No nos engañemos: esta respuesta no afirmaría la neutralidad, sino una mala elección.
    Cristo advierte que el que no cree en Él ya está condenado por su incredulidad. La indiferencia es perdición. No tenemos que hacer nada, ni tenemos que movernos; simplemente basta quedarnos como estamos, en el estado de condenación que merecemos por ser pecadores. Ante el Señor Jesucristo la indiferencia no es neutralidad. Es locura y perdición.
    “El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo no tiene la vida”, dice la Biblia. No hay medias tintas. O tiene a Jesucristo y así tiene la vida, o está sin Jesucristo y se halla alejado de Dios y lejos de la verdadera vida, la vida eterna, plena y abundante.
    Jesucristo dijo: “El que no es conmigo, contra mí es: y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12.30).
    Su indiferencia es el peor pecado, la más monstruosa de las afrentas, porque le mantiene fuera de la puerta abierta de la salvación y la vida eterna. Para salvarse, hay que entrar (confiar en Cristo). Para perderse, no hay que hacer nada.
    No caben neutralismos: o la vida con Cristo (vida con sentido y plenitud; abundante y eterna), o la muerte sin Cristo. ¿Qué hará usted con el Señor Jesucristo?

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