EL MILAGRO DEL LIBRO
(II)
Dyson Hague
(II)
Dyson Hague
El milagro de su unidad
Hablamos de la Biblia como siendo un libro, pero raramente o nunca se nos ocurre que tenemos ante nosotros una biblioteca. Poco se nos consta, que este Libro se compone de 66 libros diferentes y que fue escrito por 30 o 40 autores en 3 idiomas distintos, teniendo un contenido muy diverso y escrito en circunstancias de las más variadas,. Los redactores escribieron sobre la historia, la teologia, la filosofía, el derecho, la genealogía, la etnología, escribieron profecías, biografías e interesantes experiencias de viaje. Si estos 66 libros fuesen impresos individualmente con letra grande y sobre papel fuerte y encuadernados en cuero, resultaría de ello todo una biblioteca. De hecho la totalidad de 66 tomos queda constituida en un libro de tamaño reducido, pudiéndolo sostener en su manita un niño. Aunque sus temas son tan variados y tan arduos –los más arduos y profundos que uno se pueda imaginar– y que no hubo posibilidad alguna de sintonizarlos simultaneamente–era imposible que el primer escritor pudiese adivinar lo que se iba a escribir 1500 años más tarde–así y todo este vasto conjunto de escritos variados se unió con toda armonía en una obra total –y eso no solo de parte de los hombres, sino de Dios, el Autor– resultando el que a la Biblia la tratamos como un solo libro. Es un libro deslucido – en su formación, pero el milagro de una unidad literaria.
Hablamos de la Biblia como siendo un libro, pero raramente o nunca se nos ocurre que tenemos ante nosotros una biblioteca. Poco se nos consta, que este Libro se compone de 66 libros diferentes y que fue escrito por 30 o 40 autores en 3 idiomas distintos, teniendo un contenido muy diverso y escrito en circunstancias de las más variadas,. Los redactores escribieron sobre la historia, la teologia, la filosofía, el derecho, la genealogía, la etnología, escribieron profecías, biografías e interesantes experiencias de viaje. Si estos 66 libros fuesen impresos individualmente con letra grande y sobre papel fuerte y encuadernados en cuero, resultaría de ello todo una biblioteca. De hecho la totalidad de 66 tomos queda constituida en un libro de tamaño reducido, pudiéndolo sostener en su manita un niño. Aunque sus temas son tan variados y tan arduos –los más arduos y profundos que uno se pueda imaginar– y que no hubo posibilidad alguna de sintonizarlos simultaneamente–era imposible que el primer escritor pudiese adivinar lo que se iba a escribir 1500 años más tarde–así y todo este vasto conjunto de escritos variados se unió con toda armonía en una obra total –y eso no solo de parte de los hombres, sino de Dios, el Autor– resultando el que a la Biblia la tratamos como un solo libro. Es un libro deslucido – en su formación, pero el milagro de una unidad literaria.
El milagro de su edad
También resulta milagroso, que la Biblia a pesar de su edad es de constante actualidad. El tiempo es un toque de prueba fundamental del valor de un libro. ¿Hay acaso un libro más, que escrito desde hace 1.000 años y aun hoy se lee por parte de un amplio público? Libros, que pocos años hace despertaban el interés, hoy quedan olvidados. Aparecieron, clamorosamente fueron celebrados, y desaparecieron del conocimiento; la fría mano del olvido se posaba sobre ellos, su fuerza se retiraba, su influencia desapareció sin gloria. ¿Dónde hay algún libro, que habiendose escrito desde hace 500 o más años aun hoy se lee de las masas? Horacio y Homero pueden ser objetos de estudio por parte de estudiantes, Virgilio y Xenofón pueden inculcarse en el cerebro de escolares, pero ¿a quién se le ocurre leer para sí estos libros? Sus obras son libros muertos en lenguas muertas. Por contraste la Biblia es el único libro del mundo, que ha franqueado la barrera del tiempo, pero también –y esto no es accidental– ha saltado la influencia limitadora de la nacionalidad. El libro de un español sólo pocas veces es leído por un alemán. Los alemanes generalmente leen libros alemanes, los ingleses libros ingleses. La Biblia se concibió mayormente en una lengua muerta, y sin embargo es el libro más vulgarizado del mundo.
El milagro de su incomparable venta
¿Acaso no resulta ser un milagro, el que este viejo Libro es el que más se compra? A un librero se le preguntó qué libro gozaba de la más alta cifra de negocios. Aquel hombre citó no los últimos relatos o la más reciente obra científica como “Bestseller”, sino la Biblia. El movimiento de otros libros se cifra en miles, el de la Biblia en millones. Cada año se traduce en otras lenguas y dialectos.
El milagro de su círculo de interés
La Biblia es el único libro en el mundo que lee la gente de todas las clases, de toda edad y de todo grado de madurez. Personas de formación literaria raras veces se enfrascarán en un libro infantil, esto es palmario, y tampoco los niños leerán un libro sobre la ciencia y la filosofía, aun si pudiesen hacerlo. He aquí, sin embargo, un libro que se distingue de todos los demás, un libro que se lee a un niño y que un hombre cargado de años, hallándose en el umbral del más allá, también lo lee.
Años atrás oí una vez, como la niñera de mi pequeña le iba leyendo algo; le pregunté: “¿Qué es eso que está usted leyendo?” “Estoy leyendo la historia de José de la Biblia”, dijo ella, cuando excitada se interpuso la niña: “¡Por favor, Papá, no nos interrumpas!” Con interés devorador seguía un historia, que hacia unos 3500 años se había escrito en hebreo. Y no lejos de la habitación, en donde estaba escuchando la niña de corta edad, se hallaba sentado uno de los más grandes y modernos científicos, el destacado erudito canadiense Sir William Sawson, presidente del colegio universitario de McGill en Montreal. Leía en el mismo libro maravilloso con profunda reverencia y gozo. ¿Acaso no es eso un milagro? Uno de los más competentes letrados modernos encuentra su delicia en el mismo libro que la niñita.
Ello realmente queda sin par en la literatura. En miles de hogares y escuelas dominicales es leído por parte de nuestros jóvenes, chicos y chicas. Grandes eruditos, como Newton, Herschel, Faraday y Brewster, grandes militares, como Gustavo-Adolfo, Gordon y Stonewall Jackson, y grandes estadistas, como Gladstone y Lincoln, veían en este Libro el gozo y la guía para su vida.
También resulta milagroso, que la Biblia a pesar de su edad es de constante actualidad. El tiempo es un toque de prueba fundamental del valor de un libro. ¿Hay acaso un libro más, que escrito desde hace 1.000 años y aun hoy se lee por parte de un amplio público? Libros, que pocos años hace despertaban el interés, hoy quedan olvidados. Aparecieron, clamorosamente fueron celebrados, y desaparecieron del conocimiento; la fría mano del olvido se posaba sobre ellos, su fuerza se retiraba, su influencia desapareció sin gloria. ¿Dónde hay algún libro, que habiendose escrito desde hace 500 o más años aun hoy se lee de las masas? Horacio y Homero pueden ser objetos de estudio por parte de estudiantes, Virgilio y Xenofón pueden inculcarse en el cerebro de escolares, pero ¿a quién se le ocurre leer para sí estos libros? Sus obras son libros muertos en lenguas muertas. Por contraste la Biblia es el único libro del mundo, que ha franqueado la barrera del tiempo, pero también –y esto no es accidental– ha saltado la influencia limitadora de la nacionalidad. El libro de un español sólo pocas veces es leído por un alemán. Los alemanes generalmente leen libros alemanes, los ingleses libros ingleses. La Biblia se concibió mayormente en una lengua muerta, y sin embargo es el libro más vulgarizado del mundo.
El milagro de su incomparable venta
¿Acaso no resulta ser un milagro, el que este viejo Libro es el que más se compra? A un librero se le preguntó qué libro gozaba de la más alta cifra de negocios. Aquel hombre citó no los últimos relatos o la más reciente obra científica como “Bestseller”, sino la Biblia. El movimiento de otros libros se cifra en miles, el de la Biblia en millones. Cada año se traduce en otras lenguas y dialectos.
El milagro de su círculo de interés
La Biblia es el único libro en el mundo que lee la gente de todas las clases, de toda edad y de todo grado de madurez. Personas de formación literaria raras veces se enfrascarán en un libro infantil, esto es palmario, y tampoco los niños leerán un libro sobre la ciencia y la filosofía, aun si pudiesen hacerlo. He aquí, sin embargo, un libro que se distingue de todos los demás, un libro que se lee a un niño y que un hombre cargado de años, hallándose en el umbral del más allá, también lo lee.
Años atrás oí una vez, como la niñera de mi pequeña le iba leyendo algo; le pregunté: “¿Qué es eso que está usted leyendo?” “Estoy leyendo la historia de José de la Biblia”, dijo ella, cuando excitada se interpuso la niña: “¡Por favor, Papá, no nos interrumpas!” Con interés devorador seguía un historia, que hacia unos 3500 años se había escrito en hebreo. Y no lejos de la habitación, en donde estaba escuchando la niña de corta edad, se hallaba sentado uno de los más grandes y modernos científicos, el destacado erudito canadiense Sir William Sawson, presidente del colegio universitario de McGill en Montreal. Leía en el mismo libro maravilloso con profunda reverencia y gozo. ¿Acaso no es eso un milagro? Uno de los más competentes letrados modernos encuentra su delicia en el mismo libro que la niñita.
Ello realmente queda sin par en la literatura. En miles de hogares y escuelas dominicales es leído por parte de nuestros jóvenes, chicos y chicas. Grandes eruditos, como Newton, Herschel, Faraday y Brewster, grandes militares, como Gustavo-Adolfo, Gordon y Stonewall Jackson, y grandes estadistas, como Gladstone y Lincoln, veían en este Libro el gozo y la guía para su vida.
continuará, d.v. en el siguiente número
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"No podemos cerrar nuestros ojos a la verdad de que la Iglesia de Dios no está progresando como debiera, en santidad de vida, ni en obra ferviente. Como el señor Moody dijo hace años en una carta circular anunciando una conferencia en Northfield: 'Hay en las iglesias reservas de riquezas no consagradas, talentos no empleados o mal empleados, multitudes reposados en Sion, testigos que no dan ningún testimonio de su Señor, obreros sin el poder vencedor del Espíritu, maestros que hablan sin autoridad, discípulos que siguen de lejos, formas sin vida, maquinaria de iglesias que sustituye vida y poder interior'".
Escrito por F. E. Marsh (1858-1919), en The Discipler's Manual ("El Manual del Discipulador"). Aunque escrito al principio del siglo XX, parece más verdad ahora que en aquel entonces. Hoy hay urgente necesidad de quebrantamiento, contrición, confesión de pecado y arrepentimiento en muchas congregaciones. "Salva, oh Jehová, porque se acabaron los piadosos; porque han desaparecido los fieles de entre los hijos de los hombres" (Sal. 12:1).
Escrito por F. E. Marsh (1858-1919), en The Discipler's Manual ("El Manual del Discipulador"). Aunque escrito al principio del siglo XX, parece más verdad ahora que en aquel entonces. Hoy hay urgente necesidad de quebrantamiento, contrición, confesión de pecado y arrepentimiento en muchas congregaciones. "Salva, oh Jehová, porque se acabaron los piadosos; porque han desaparecido los fieles de entre los hijos de los hombres" (Sal. 12:1).
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EL CRISTIANISMO NOMINAL
Algunos creen el evangelio, pero sólo por encima. Nuestro Señor Jesús
enseñó esto en Israel; dijo: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,
hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por
fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de
huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera,
a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis
llenos de hipocresía e iniquidad" (Mt. 23:27-28).
Se miraron unos a otros, estiraron sus largas barbas y decidieron que, a la mayor brevedad posible, y sin provocar disturbios callejeros, matarían a Jesús. Al final lo lograron, pero Dios le resucitó de entre los muertos al tercer día y le sentó a Su diestra. Ellos pensaban que estaban enviando a un hombre a la muerte, pero era Dios quien ofrecía un sacrificio. Ésta es la diferencia. Éste es el aspecto irónico de lucar contra el Señor Jesucristo.
La consecuencia de ser un cristiano nominal, sólo de nombre, es la tendencia a usar las palabras de manera equivocada, liarse con juegos de palabras religiosas. Hoy día, en demasiados lugares, la religión cristiana ha quedado reducida a un juego de palabras....
Pero el Espíritu Santo no habla de liberales ni de personas que niegan la verdad de las Escrituras. Habla de personas que admiten la verdad dela Biblia y reciben el evangelio como un hecho, y no lo niegan, sino que lo respaldan... Los que no, su religión no es más que un juego de palabras.
Se miraron unos a otros, estiraron sus largas barbas y decidieron que, a la mayor brevedad posible, y sin provocar disturbios callejeros, matarían a Jesús. Al final lo lograron, pero Dios le resucitó de entre los muertos al tercer día y le sentó a Su diestra. Ellos pensaban que estaban enviando a un hombre a la muerte, pero era Dios quien ofrecía un sacrificio. Ésta es la diferencia. Éste es el aspecto irónico de lucar contra el Señor Jesucristo.
La consecuencia de ser un cristiano nominal, sólo de nombre, es la tendencia a usar las palabras de manera equivocada, liarse con juegos de palabras religiosas. Hoy día, en demasiados lugares, la religión cristiana ha quedado reducida a un juego de palabras....
Pero el Espíritu Santo no habla de liberales ni de personas que niegan la verdad de las Escrituras. Habla de personas que admiten la verdad dela Biblia y reciben el evangelio como un hecho, y no lo niegan, sino que lo respaldan... Los que no, su religión no es más que un juego de palabras.
A. W. Tozer, de su libro: FE AUTÉNTICA
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Entrando En El Repsoso de Dios (II)
David Gooding
David Gooding
Texto: Hebreos 3-4
Dejemos a un lado esos usos del término en Hebreos 3 y 4, y veamos ejemplos de otros contextos. En 11:31, el escritor observa que Rahab la ramera: “por la fe...no pereció juntamente con los desobedientes...” ¿Y quiénes eran esos desobedientes que murieron cuando los israelitas destruyeron a Jericó? ¿Eran verdaderos y genuinos creyentes que recientemente habían sido vencidos por alguna tentación o algo así? Por supuesto que no. Rahab había oído del Dios verdadero y lo que Él hacía a través de Israel; y ella creyó y mostró su fe recibiendo a los espías (Jos. 2:8-13). Sus conciudadanos de Jericó habían oído tanto como ella acerca del Dios verdadero; pero en contraste, ellos rehusaron creer y arrepentirse; y cuando ella fue salvada, ellos perecieron.
Tomemos un ejemplo típico de Hechos. Leemos en 14:1-2 que Pablo y Bernabé: “hablaron de tal manera que creyó una gran multitud de judíos, y asimismo de griegos. Mas los judíos que no creían [literalmente “que desobedecían”] excitaron y corrompieron los ánimos de los gentiles contra los hermanos”. ¿Quiénes entonces eran esos judíos que desobedecían? ¿Eran verdaderos y genuinos creyentes que estaban mal de salud espiritual y culpables de desobedecer uno de los mandamientos del Señor? No, de ninguna manera. Ellos eran judíos que, cuando escucharon la predicación del evangelio, “rehusaron creer”, como traduce la Nueva Versión Internacional.
O tomemos el argumento de Pablo en Romanos 10. Él anhela, así lo declara, que sean salvos sus compatriotas de Israel, y le pesa que la mayoría de ellos no se salve. ¿Entonces por qué no son salvos? Pablo apunta un número de razones, y termina citando las palabras de Dios: “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor” (v. 21; Is. 65:2). Aquí también “rebelde” [desobediente] significa rehusar creer el evangelio. Y no hay salvación para el que rehúsa creer el evangelio. Escucha al evangelio de Juan: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece [literalmente “desobedece”] al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Jn. 3:36 Biblia de las Américas). Entonces, “desobedecer al Hijo” es lo contrario de “creer en el Hijo”. Lo que denota no es un creyente que momentáneamente desobedece, sino uno que es incrédulo; y es por eso que la Nueva Versión Internacional traduce aquí la frase como: “cualquiera que rechaza al Hijo”. Y Pedro nos advierte acerca de la gravedad de hacer esto: “¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?”
Sería laborioso estudiar en este momento todos los lugares donde se emplea esta palabra. Pero un ejemplo final servirá para nuestro propósito porque es especialmente iluminador. En la epístola a Tito, 1:15-16, Pablo comenta así: “...mas para los corrompidos e incrédulos, nada les es puro... profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes [desobedientes], reprobados en cuanto a toda buena obra”. En el contexto ha estado hablando de los falsos maestros. Ahora habla acerca de los que “profesan conocer a Dios”. Pero su profesión es falsa, dice Pablo. No creen; son desobedientes. Observamos que los dos términos son prácticamente sinónimos.
Con esto volvemos a nuestro pasaje en Hebreos, y notamos que nuestro escritor emplea estos mismos dos términos. Los antiguos israelitas profesaron creer cuando salieron de Egipto; pero su rebelión subsecuente y el rehusar entrar en Canaán mostraron que ellos nunca habían creído verdaderamente el evangelio. Ellos “desobedecieron”, dice en el 3:18. “No pudieron entrar a causa de la incredulidad”, añade en el 3:19.
“Sí”, puede decir alguno, “pero no estás siendo justo con estos antiguos israelitas. Admitimos que se rebelaron contra Dios y Moisés después de haber viajado una larga distancia por medio del desierto, al llegar a la frontera de la tierra prometida. Y ciertamente rehusaron creer a Caleb y a Josué cuando les aseguraron de que Dios les daría la tierra. Así que, claramente, ellos al final habían perdido totalmente la fe. Pero no es justo decir que nunca fueron creyentes. Fueron redimidos por la sangre del cordero pascual en Egipto; fueron rociados con la sangre del pacto en Sinaí. Es obvio que eran verdaderos y genuinos creyentes al principio, sólo que después perdieron su fe y la desecharon, y así perecieron”.
El Veredicto de Dios
Pues, lo mejor que podemos hacer para resolver el asunto es consultar a Dios mismo. ¿Estará de acuerdo que al comienzo en Egipto y después, durante algún tiempo ellos fueron verdaderos y genuinos creyentes, y que solamente después perdieron su fe? He aquí el veredicto de Dios: “¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho?...todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces, y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres” (Nm. 14:11, 22-23).
Según Dios, entonces, a pesar de haber visto todos los milagros en Egipto al principio y después en el desierto, este pueblo había mostrado consistente incredulidad y desobediencia en todo el camino, y además una actitud de menosprecio hacia Dios y Su gloria. Habían salido de Egipto en medio de mucha emoción y fervor religioso; pero en cuanto a la fe genuina y personal en Dios, muy claramente ellos nunca la tuvieron. Los siguientes sucesos en el desierto meramente expusieron la verdad acerca de ellos que siempre yacía debajo de la superficie.
El Salmo 106 rinde el mismo veredicto. Israel no pensaba en los milagros de Dios en Egipto. La nación olvidó Su grandeza, Sus obras, y se rebeló al lado del Mar Rojo (v. 7). Dios le salvó, pese a esto, por causa de Su nombre (v. 8). El prodigio innegable e impresionante hecho en el Mar Rojo causó en ellos una fe superficial y temporal (vv. 9-12), como hicieron los milagros de nuestro Señor en algunos de Sus contemporáneos (Jn. 2:23-25). Pero después de esto, en el desierto, pronto volvieron a su comportamiento normal de falta de comprensión, ingratitud, incredulidad, rebelión e idolatría abierta (vv. 13-43).
La Advertencia Aplicada
Hasta aquí hemos estado considerando el caso de los israelitas en el desierto; pero ahora debemos escuchar mientras que nuestro escritor saca de esta historia una advertencia para aquellos a quienes escribe.
Puede que digas: “Pero no cabe duda acerca de ellos. Debieron ser verdaderos creyentes porque al principio del capítulo 3 el escritor se dirige a ellos llamándoles ‘hermanos santos, participantes del llamamiento celestial’”.
Pues, ciertamente, si ellos genuinamente creían el evangelio cuando lo oyeron, podrían estar absolutamente seguros de que serían salvados eternamente. Observa lo que el escritor dice en el 4:6 y contrasta esto con lo que dice en el 4:3. “Aquellos a quienes primero se les anunció la buena nueva no entraron”, dice él, “por causa de desobediencia” (4:6). En contraste, “los que hemos creído entramos en el reposo”. No cabe duda. Una vez que la persona cree real y genuinamente (observa el tiempo del verbo: “hemos creído”) no queda incertidumbre, esta persona entra. Es una de las afirmaciones gloriosas de Dios, de la certidumbre invariable e inquebrantable. Tal como dos y dos son cuatro, no a veces sino siempre con constancia infalible, así la Palabra de Dios afirma que “los que hemos creído”, sí, “entramos en el reposo”. Podemos estar tan seguros así como de la otra afirmación: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn. 3:36).
Como vimos antes, el escritor exhorta a sus lectores a asegurarse de que verdaderamente hayan creído el evangelio, de que sean creyentes genuinos, no sea que simplemente hayan caminado con los demás emocionados con fervor religioso pero sin creer personalmente en el Señor Jesús. Si no han creído personalmente, o si no están seguros de ello, que crean ahora. Todavía está abierta la puerta de oportunidad, y les cita de nuevo el Salmo 95:7-8 (como en He. 3:13,15), para asegurarles que todavía es su día de oportunidad. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
“Mirad, hermanos”, les exhorta, “que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (v. 12); y entonces añade una advertencia especial. El pecado es engañador, y sin que el incrédulo lo reconozca, puede endurecer su corazón.
El Pecado Fundamental
Todo pecado, por supuesto, es malo, y si uno continúa en ello, puede endurecerse su corazón; pero el pecado en el cual el escritor está pensando aquí, como el contexto hace abundantemente patente, es el pecado de incredulidad, el pecado de escuchar el evangelio, pero rebelarse contra él (3:16), el pecado de rehusar entrar en la tierra prometida, por lo cual Dios estuvo airado con Israel cuarenta años (3:17); el pecado de desobediencia e incredulidad (3:18-19). Nota que todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés eran culpables de esta rebelión, todos, es decir, excepto las personas como Caleb y Josué (3:16). Como hemos visto, desde el principio ellos nunca habían creído el evangelio; pero este pecado de incredulidad les engañó y finalmente endureció tanto sus corazones que se rebelaron abiertamente contra Dios, rechazaron el liderazgo de Moisés y hablaron de nombrarse otro capitán y volverse a Egipto (Nm. 14:2, 4).
La incredulidad, el rehusar creer, es por supuesto el pecado cardinal, tanto que a veces la Escritura emplea el término “pecado” en el sentido de fallar o rehusar creer el evangelio. Por ejemplo, así dice nuestro Señor en Juan 16:8-9 que cuando el Espíritu Santo venga, “convencerá al mundo de pecado... de pecado por cuanto no creen en mí”. En otras palabras, Él no habla de los pecados puntuales cometidos ocasionalmente por los verdaderos creyentes (que tienen perdón cuando el creyente confiesa su pecado), sino de ese pecado básico, cardinal, de no creer al Salvador.
Y este pecado fundamental es muy engañador y fácilmente endurece el corazón. Sucede así con demasiada frecuencia, que las personas entran en una iglesia como miembros sin ninguna experiencia personal del Salvador, o son llevadas a una profesión de fe en base a alguna emoción o experiencia de éxtasis, sin haber nacido de nuevo genuinamente. El tiempo pasa, y el fervor desaparece, y llegan a reconocer que realmente Cristo, Su Palabra y obra significan poco o nada para ellas. Pero, en lugar de estar alarmadas, confesar su estado y buscar al Salvador para recibirle personalmente, estas personas permiten que el pecado de incredulidad les decepcione y que les haga pensar que si mantienen las apariencias externas de decencia y religión, su falta de experiencia personal de Cristo y la salvación no importa. Con el paso del tiempo su incredulidad les endurece tanto el corazón que ninguna predicación del evangelio puede despertarles respecto a su peligro ni conducirles al arrepentimiento y la fe en el Salvador. ¡Qué tragedia!
Dejemos a un lado esos usos del término en Hebreos 3 y 4, y veamos ejemplos de otros contextos. En 11:31, el escritor observa que Rahab la ramera: “por la fe...no pereció juntamente con los desobedientes...” ¿Y quiénes eran esos desobedientes que murieron cuando los israelitas destruyeron a Jericó? ¿Eran verdaderos y genuinos creyentes que recientemente habían sido vencidos por alguna tentación o algo así? Por supuesto que no. Rahab había oído del Dios verdadero y lo que Él hacía a través de Israel; y ella creyó y mostró su fe recibiendo a los espías (Jos. 2:8-13). Sus conciudadanos de Jericó habían oído tanto como ella acerca del Dios verdadero; pero en contraste, ellos rehusaron creer y arrepentirse; y cuando ella fue salvada, ellos perecieron.
Tomemos un ejemplo típico de Hechos. Leemos en 14:1-2 que Pablo y Bernabé: “hablaron de tal manera que creyó una gran multitud de judíos, y asimismo de griegos. Mas los judíos que no creían [literalmente “que desobedecían”] excitaron y corrompieron los ánimos de los gentiles contra los hermanos”. ¿Quiénes entonces eran esos judíos que desobedecían? ¿Eran verdaderos y genuinos creyentes que estaban mal de salud espiritual y culpables de desobedecer uno de los mandamientos del Señor? No, de ninguna manera. Ellos eran judíos que, cuando escucharon la predicación del evangelio, “rehusaron creer”, como traduce la Nueva Versión Internacional.
O tomemos el argumento de Pablo en Romanos 10. Él anhela, así lo declara, que sean salvos sus compatriotas de Israel, y le pesa que la mayoría de ellos no se salve. ¿Entonces por qué no son salvos? Pablo apunta un número de razones, y termina citando las palabras de Dios: “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor” (v. 21; Is. 65:2). Aquí también “rebelde” [desobediente] significa rehusar creer el evangelio. Y no hay salvación para el que rehúsa creer el evangelio. Escucha al evangelio de Juan: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece [literalmente “desobedece”] al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Jn. 3:36 Biblia de las Américas). Entonces, “desobedecer al Hijo” es lo contrario de “creer en el Hijo”. Lo que denota no es un creyente que momentáneamente desobedece, sino uno que es incrédulo; y es por eso que la Nueva Versión Internacional traduce aquí la frase como: “cualquiera que rechaza al Hijo”. Y Pedro nos advierte acerca de la gravedad de hacer esto: “¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?”
Sería laborioso estudiar en este momento todos los lugares donde se emplea esta palabra. Pero un ejemplo final servirá para nuestro propósito porque es especialmente iluminador. En la epístola a Tito, 1:15-16, Pablo comenta así: “...mas para los corrompidos e incrédulos, nada les es puro... profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes [desobedientes], reprobados en cuanto a toda buena obra”. En el contexto ha estado hablando de los falsos maestros. Ahora habla acerca de los que “profesan conocer a Dios”. Pero su profesión es falsa, dice Pablo. No creen; son desobedientes. Observamos que los dos términos son prácticamente sinónimos.
Con esto volvemos a nuestro pasaje en Hebreos, y notamos que nuestro escritor emplea estos mismos dos términos. Los antiguos israelitas profesaron creer cuando salieron de Egipto; pero su rebelión subsecuente y el rehusar entrar en Canaán mostraron que ellos nunca habían creído verdaderamente el evangelio. Ellos “desobedecieron”, dice en el 3:18. “No pudieron entrar a causa de la incredulidad”, añade en el 3:19.
“Sí”, puede decir alguno, “pero no estás siendo justo con estos antiguos israelitas. Admitimos que se rebelaron contra Dios y Moisés después de haber viajado una larga distancia por medio del desierto, al llegar a la frontera de la tierra prometida. Y ciertamente rehusaron creer a Caleb y a Josué cuando les aseguraron de que Dios les daría la tierra. Así que, claramente, ellos al final habían perdido totalmente la fe. Pero no es justo decir que nunca fueron creyentes. Fueron redimidos por la sangre del cordero pascual en Egipto; fueron rociados con la sangre del pacto en Sinaí. Es obvio que eran verdaderos y genuinos creyentes al principio, sólo que después perdieron su fe y la desecharon, y así perecieron”.
El Veredicto de Dios
Pues, lo mejor que podemos hacer para resolver el asunto es consultar a Dios mismo. ¿Estará de acuerdo que al comienzo en Egipto y después, durante algún tiempo ellos fueron verdaderos y genuinos creyentes, y que solamente después perdieron su fe? He aquí el veredicto de Dios: “¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho?...todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces, y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres” (Nm. 14:11, 22-23).
Según Dios, entonces, a pesar de haber visto todos los milagros en Egipto al principio y después en el desierto, este pueblo había mostrado consistente incredulidad y desobediencia en todo el camino, y además una actitud de menosprecio hacia Dios y Su gloria. Habían salido de Egipto en medio de mucha emoción y fervor religioso; pero en cuanto a la fe genuina y personal en Dios, muy claramente ellos nunca la tuvieron. Los siguientes sucesos en el desierto meramente expusieron la verdad acerca de ellos que siempre yacía debajo de la superficie.
El Salmo 106 rinde el mismo veredicto. Israel no pensaba en los milagros de Dios en Egipto. La nación olvidó Su grandeza, Sus obras, y se rebeló al lado del Mar Rojo (v. 7). Dios le salvó, pese a esto, por causa de Su nombre (v. 8). El prodigio innegable e impresionante hecho en el Mar Rojo causó en ellos una fe superficial y temporal (vv. 9-12), como hicieron los milagros de nuestro Señor en algunos de Sus contemporáneos (Jn. 2:23-25). Pero después de esto, en el desierto, pronto volvieron a su comportamiento normal de falta de comprensión, ingratitud, incredulidad, rebelión e idolatría abierta (vv. 13-43).
La Advertencia Aplicada
Hasta aquí hemos estado considerando el caso de los israelitas en el desierto; pero ahora debemos escuchar mientras que nuestro escritor saca de esta historia una advertencia para aquellos a quienes escribe.
Puede que digas: “Pero no cabe duda acerca de ellos. Debieron ser verdaderos creyentes porque al principio del capítulo 3 el escritor se dirige a ellos llamándoles ‘hermanos santos, participantes del llamamiento celestial’”.
Pues, ciertamente, si ellos genuinamente creían el evangelio cuando lo oyeron, podrían estar absolutamente seguros de que serían salvados eternamente. Observa lo que el escritor dice en el 4:6 y contrasta esto con lo que dice en el 4:3. “Aquellos a quienes primero se les anunció la buena nueva no entraron”, dice él, “por causa de desobediencia” (4:6). En contraste, “los que hemos creído entramos en el reposo”. No cabe duda. Una vez que la persona cree real y genuinamente (observa el tiempo del verbo: “hemos creído”) no queda incertidumbre, esta persona entra. Es una de las afirmaciones gloriosas de Dios, de la certidumbre invariable e inquebrantable. Tal como dos y dos son cuatro, no a veces sino siempre con constancia infalible, así la Palabra de Dios afirma que “los que hemos creído”, sí, “entramos en el reposo”. Podemos estar tan seguros así como de la otra afirmación: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn. 3:36).
Como vimos antes, el escritor exhorta a sus lectores a asegurarse de que verdaderamente hayan creído el evangelio, de que sean creyentes genuinos, no sea que simplemente hayan caminado con los demás emocionados con fervor religioso pero sin creer personalmente en el Señor Jesús. Si no han creído personalmente, o si no están seguros de ello, que crean ahora. Todavía está abierta la puerta de oportunidad, y les cita de nuevo el Salmo 95:7-8 (como en He. 3:13,15), para asegurarles que todavía es su día de oportunidad. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
“Mirad, hermanos”, les exhorta, “que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (v. 12); y entonces añade una advertencia especial. El pecado es engañador, y sin que el incrédulo lo reconozca, puede endurecer su corazón.
El Pecado Fundamental
Todo pecado, por supuesto, es malo, y si uno continúa en ello, puede endurecerse su corazón; pero el pecado en el cual el escritor está pensando aquí, como el contexto hace abundantemente patente, es el pecado de incredulidad, el pecado de escuchar el evangelio, pero rebelarse contra él (3:16), el pecado de rehusar entrar en la tierra prometida, por lo cual Dios estuvo airado con Israel cuarenta años (3:17); el pecado de desobediencia e incredulidad (3:18-19). Nota que todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés eran culpables de esta rebelión, todos, es decir, excepto las personas como Caleb y Josué (3:16). Como hemos visto, desde el principio ellos nunca habían creído el evangelio; pero este pecado de incredulidad les engañó y finalmente endureció tanto sus corazones que se rebelaron abiertamente contra Dios, rechazaron el liderazgo de Moisés y hablaron de nombrarse otro capitán y volverse a Egipto (Nm. 14:2, 4).
La incredulidad, el rehusar creer, es por supuesto el pecado cardinal, tanto que a veces la Escritura emplea el término “pecado” en el sentido de fallar o rehusar creer el evangelio. Por ejemplo, así dice nuestro Señor en Juan 16:8-9 que cuando el Espíritu Santo venga, “convencerá al mundo de pecado... de pecado por cuanto no creen en mí”. En otras palabras, Él no habla de los pecados puntuales cometidos ocasionalmente por los verdaderos creyentes (que tienen perdón cuando el creyente confiesa su pecado), sino de ese pecado básico, cardinal, de no creer al Salvador.
Y este pecado fundamental es muy engañador y fácilmente endurece el corazón. Sucede así con demasiada frecuencia, que las personas entran en una iglesia como miembros sin ninguna experiencia personal del Salvador, o son llevadas a una profesión de fe en base a alguna emoción o experiencia de éxtasis, sin haber nacido de nuevo genuinamente. El tiempo pasa, y el fervor desaparece, y llegan a reconocer que realmente Cristo, Su Palabra y obra significan poco o nada para ellas. Pero, en lugar de estar alarmadas, confesar su estado y buscar al Salvador para recibirle personalmente, estas personas permiten que el pecado de incredulidad les decepcione y que les haga pensar que si mantienen las apariencias externas de decencia y religión, su falta de experiencia personal de Cristo y la salvación no importa. Con el paso del tiempo su incredulidad les endurece tanto el corazón que ninguna predicación del evangelio puede despertarles respecto a su peligro ni conducirles al arrepentimiento y la fe en el Salvador. ¡Qué tragedia!
Extracto traducido del libro del hermano David Gooding,
An Unshakeable Kingdom ("Un Reino Inconmovible",
1989, Eerdmans Publishing, págs. 112-121)
An Unshakeable Kingdom ("Un Reino Inconmovible",
1989, Eerdmans Publishing, págs. 112-121)
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EL RECUERDO FASCINANTE
DE LAS PALABRAS MUERTAS (II)
A. W. Tozer
DE LAS PALABRAS MUERTAS (II)
A. W. Tozer
Las palabras muertas en la Iglesia actual
Voy a mencionar solamente dos de esas palabras muertas. Una de ellas es el verbo “aceptar”. Esta palabra enseña la doctrina de la pasividad moral. La otra palabra es “recibir”, que enseña la doctrina de la inactividad espiritual.
“Aceptar” fue un buen término en determinada época. De paso diré que la palabra “aceptar”, en el sentido de “aceptar a Jesús”, no aparece en la Biblia. Pero hubo un momento en que fue una idea viva. Describía un conjunto de circunstancias con experiencias espirituales circunscritas a una generación concreta. Se alzaron voces vivas que dijeron: “Usted no es salvo por obras, sino por aceptar a Cristo”; era un mensaje dotado de vida. Los hombres que habían intentado trepar por la escalera de Jacob de las buenas obras descubrieron de repente que podían aceptar a Jesús en su corazón y así, sencillamente, convertirse. En su época fue un término maravilloso. Durante las grandes campañas de una generación anterior, se convirtió en le lema del movimiento evangélico, el fundamentalismo, el evangelismo a fondo y las misiones mundiales. Contenía una verdad poderosa que ya hace mucho que murió, pero el vocablo perdura. Se mantiene dentro del espectro teológico, y produce una generación de cristianos –o autoproclamados cristianos– que tienen corazones impenitentes, espíritus frivolos y una conducta mundana. Dicen a las personas que vienen a nosotros para convertirse: “Acepta a Jesús”, de modo que ellas dicen: “Muy bien, aceptaré a Jesús”. En consecuencia, aceptan a Jesús y ahí acaba el asunto. No se produce una transformación, ni se sana una sola raíz impenitente de su ser. Hay un orgullo que jamás se ha crucificado, una mundanalidad a la que nunca han podido vencer y una frivolidad espiritual más allá de toda descripción. Hoy día, hay toda una generación cuyos miembros son las víctimas de esta palabra teológica ya muerta, “aceptar”.
Para darle una ilustración de lo que quiero decir, existe un centro especializado en alcanzar a los jóvenes soldados y hablarles del Señor. Tienen un personal que, se supone, les da testimonio del Señor Jesús antes de que a los jóvenes los envíen al extranjero.
Cierto día, uno de esos trabajadores, predicador bautista, vino a visitarme a mi oficina. Se dejó caer en un sofá viejo y grande y me dijo: “Hermano Tozer, estoy muy angustiado. Trabajo en tal y cual centro. ¿Sabe cuál es el problema que tenemos? No me dejan mencionar el arrepentimiento. Lo único que puedo decir a esos muchachos que van a morir es que acepten a Jesús. El resultado es que inclinan sus cabezas y dicen, “Sí, le acepto”, se ponen de pie sonriendo con cierta tristeza y me estrechan la mano. Algunos de ellos, cuando salen, están asustados. Es posible que no vuelvan jamás y ni siquiera puedo atreverme a hablarles del arrepentimiento, del pecado ni de la tristeza que éste genera. Solo me permiten decir que acepten a Jesús”.
El perjuicio de esta práctica será evidente en las generaciones futuras, cuando tengamos una Iglesia anémica y orientada al mundo en todas sus facetas. “Aceptar” a Jesús sin exigir la transformación del hombre o de la mujer da como resultado rechazar al Cristo del Nuevo Testamento. Por todo el país hay evangelistas que proclaman el mensaje “Acepten a Jesús”, que en nuestros días no pasa de ser un muerto teológico, una voz desde la tumba que no significa nada para esta generación.
La segunda palabra es el verbo “recibir”. Este término enseña la doctrina de la inactividad espiritual. Tanto “aceptar” como “recibir” son términos pasivos, y el resultado práctico de esta doctrina de recibir es, ni más ni menos, toda una tragedia en nuestro país.
Cuando yo era joven conocí a una mujer anciana, ¡qué Dios la bendiga! No dominaba mucha teología, pero creía que la forma de ser llenos del Espíritu Santo consistía en ponerse de rodillas, morir al mundo y abrir el corazón. Como en aquella época yo tampoco dominaba mucho la teología, la obedecí, gracias a Dios. El resultado fue que el Espíritu Santo invadió mi naturaleza como en los tiempos antiguos. Por eso no puedo predicar ningún sermón sin mencionar al Espíritu Santo ni su bautismo, porque yo lo recibí.
No pasó mucho tiempo después de eso cuando la Iglesia empezó a decir “Reciba al Espíritu Santo”. Venía algún joven, con el corazón hambriento y una mirada reflexiva, y preguntaba: “¡Cómo puedo recibir al Espíritu Santo?”, y su profesor respondía: “Bueno, pues recíbelo, simplemente recíbelo, joven. ¿Le recibes?”.
“Sí, le recibo”.
La tragedia es que aquel joven, y otros como él, no le recibieron. Y hemos enviado a docenas de hombres a los campos de misión que no tienen otra cosa que ofrecer que la doctrina de la pasividad espiritual.
Éstas palabras son muertas, aunque dadas otras circunstancias, en otra época, es posible que vuelvan a la vida y se conviertan en palabras del propio Dios para otra generación.
El peligro de las palabras muertas
Estos dos vocablos, “aceptar” y “recibir”, se han explotado y luego se ha permitido que mueran, y además han fallecido en la misma casa de sus amigos. El resultado es que no “recibiimos” y cualquier tipo de credo que tengamos no transforma nuestra vida.
Una vez recibí una llamada de larga distancia de una mujer que vivía en Boston. Me dijo: “Acabo de terminar su libro La Conquista Divina, y mi esposo y yo queremos ir a Chicago y ser llenos del Espíritu Santo”.
“Bueno”, le respondí, “para ser llenos del Espíritu Santo no tienen que venir aquí”.
Me dijo: “No, un momento, es que no conozco a nadie en esta ciudad que me diga cómo ser llena del Espíritu”.
Yo no supe decirle adónde ir; supongo que había personas que podrían haberles ayudado, pero uno no puede hablar mucho rato por teléfono. Le dije: “Hermana, no puedo permitir que vengan. Vayan y lean de rodillas La Conquista Divina, los dos, y sigan leyendo hasta que el fuego descienda”.
Ella me dijo: “¿Cree que eso funcionará?”.
Le dije: “Seguro que sí”.
No sé lo que sucedió, per espero que fuera eso.
Podría mencionar otras muchas palabras como ejemplos de términos muertos para esta generación particular de cristianos, pero los verbos “aceptar” y “recibir” están destruyendo la naturaleza misma de la Iglesia. Si no se hace nada para corregir esto, la siguiente generación de cristianos sufrirá profundas enfermedades espirituales que impedirán que sus miembros sean el testimonio a su generación que Dios espera que sean.
Bellas palabras de vida
Philip P. Bliss (1838-1876)
¡Oh, cantádmelas otra vez!
Bellas palabras de vida;
Hallo en ellas mi gozo y luz,
Bellas palabras de vida.
Sí, de luz y vida
Son sostén y guía.
CORO:
¡Qué bellas son, qué bellas son!
Bellas palabras de vida.
¡Qué bellas son, qué bellas son!
Bellas palabras de vida.
Jesucristo a todos da
Bellas palabras de vida;
Él llamándote hoy está.
Bellas palabras de vida.
Bondadoso te salva,
Y al cielo te llama.
Grato el cántico sonará,
Bellas palabras de vida;
Tus pecados perdonará,
Bellas palabras de vida.
Sí, de luz y vida,
Son sostén y guía.
Philip P. Bliss (1838-1876)
¡Oh, cantádmelas otra vez!
Bellas palabras de vida;
Hallo en ellas mi gozo y luz,
Bellas palabras de vida.
Sí, de luz y vida
Son sostén y guía.
CORO:
¡Qué bellas son, qué bellas son!
Bellas palabras de vida.
¡Qué bellas son, qué bellas son!
Bellas palabras de vida.
Jesucristo a todos da
Bellas palabras de vida;
Él llamándote hoy está.
Bellas palabras de vida.
Bondadoso te salva,
Y al cielo te llama.
Grato el cántico sonará,
Bellas palabras de vida;
Tus pecados perdonará,
Bellas palabras de vida.
Sí, de luz y vida,
Son sostén y guía.
tomado del capítulo 11 del libro: FE AUTÉNTICA, por A W. Tozer, 2011,
Editorial Portavoz, Grand Rapids, MI, EE.UU.
Editorial Portavoz, Grand Rapids, MI, EE.UU.
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