La Disciplina Paterna
E. L. Moore (parte 3)
viene del número anterior
II. Los Hombres Destacados del Antiguo Testamento
Entre los muchos ejemplos de padres en el Antiguo Testamento se destacan tres que fueron líderes entre el pueblo de Israel. Puede concluirse que ninguno de ellos disciplinó a sus hijos en forma adecuada. Estos tres casos negativos se resumen así:
1. Eli, sumo sacerdote – 1 Samuel 2.12-17 y 22-25
· Razonó con sus dos hijos malvados, en vez de condenar sus hechos inicuos y castigarles. Ellos demostraron ser hijos desenfrenados, y él no quería refrenarles (1 S. 3.13). Sólo les reprendió en forma suave. Se concluye que Eli tenía el discernimiento espiritual empañado. Al mismo tiempo, en sentido físico, sus ojos se habían oscurecido (ver 1 S. 4.15).
2. Samuel, profeta – 1 Samuel 8.1, 3
· Favoreció a sus dos hijos en el servicio de Jehová, nombrándoles para ocupar posiciones espirituales, aunque aparentemente ellos no habían sido llamados por Jehová. Quizás su padre Samuel, muy venerado en el pueblo, haya querido transmitirles el honor por linaje carnal, sin tomar en cuenta que los hombres de Dios “no son engendrados de sangre...”. (Jn. 1.13).
3. David el rey – 1 Reyes 1.5-6
· No reprendió nunca a su hijo Adonías (que significa “adorador de Jehová”). Seguramente David estaba muy ocupado con asuntos relacionados con el reino y con sus múltiples mujeres. Sin embargo, el contexto nos sugiere que Adonías quizás fuera mimado, pues su padre no quería desagradarle. Tal vez David, cuyo nombre significa “amado”, no tuviera un amor equilibrado hacia sus hijos, quienes habían nacido de varias esposas. En su amor hacia ellos, manifestó su afecto, pero hizo caso omiso del segundo elemento del amor, el cual es la aprobación (o desaprobación) de las actuaciones de ellos.
En cada uno de los casos que acabamos de mencionar, la negligencia del padre sirvió para producir una crisis en el mismo pueblo de Israel. Lo mismo puede suceder hoy en día, en una asamblea de creyentes, pues la negligencia paterna en el hogar puede llegar a producir conflictos en la iglesia.
III. Los Objetivos de la Disciplina Paterna
La disciplina paterna debe cumplir ciertos objetivos básicos con respecto al sano desarrollo de los hijos, en la formación de un buen carácter con virtudes espirituales admirables. Estos objetivos deben fortalecer la determinación de los padres de corregir y castigar a sus hijos cuando sea necesario. A nivel humano los objetivos son tres:
1. El niño debe sujetarse a la autoridad paterna.
2. El niño debe reconocer que sus padres son cumplidores de su palabra. Por ejemplo, si los padres advierten que castigarán cierta desobediencia, deben llevarlo a cabo.
3. El niño debe respetar los bienes de otros.
Hay que entender la necesidad de gobernar a los hijos, no con una autoridad autocrática, sino con sabiduría y discernimiento basados en la Palabra de Dios. Conviene mencionar tres ingredientes indispensables para el buen manejo de los hijos en el hogar:
1. Firmeza que hace entender a todos que es necesario obedecer o sufrir las consecuencias.
2. Sabiduría que incita a la obediencia como el camino más natural a seguir.
3. Amor evidente que constriñe a la obediencia.
del capítulo 2 del libro La Disciplina Bíblica
continuará, d.v., en el siguiente número
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Amar A Cristo: Evidencia de Conversión (3)
J. C. Ryle
viene del número anterior5. Si amamos a una persona, nos agradan sus amigos. Nos inclinamos favorablemente hacia ellos incluso antes de conocerlos. Nos sentimos atraídos hacia ellos por el lazo común del amor a la misma persona. Cuando nos encontramos con ellos, no sentimos que seamos completamente extraños. Hay un vínculo de unión entre nosotros. Ellos aman a la persona que nosotros amamos, y eso por sí solo es una presentación. Pues bien, lo mismo sucede entre el verdadero cristiano y Cristo. El verdadero cristiano considera a todos los amigos de Cristo como amigos suyos, miembros del mismo cuerpo, hijos de la misma familia, soldados del mismo ejército, viajeros hacia el mismo destino. Cuando se encuentra con ellos, siente como si los conociera desde hace mucho tiempo. Se siente más a gusto con ellos en unos minutos que con muchas personas mundanas después de conocerlas durante varios años. ¿Y cuál es el secreto de todo esto? Es simplemente el afecto al mismo Salvador y el amor al mismo Señor.
6. Si amamos a una persona, somos celosos de su nombre y honor. No nos gusta que se hable mal de ella sin mencionar nada bueno que decir de ella y defenderla. Sentimos la obligación de velar por sus intereses y su reputación. Miramos a la persona que le trata mal casi con la misma antipatía con la que miraríamos a alguien que nos hubiera tratado mal a nosotros. Pues bien, lo mismo sucede entre el verdadero cristiano y Cristo. El verdadero cristiano mira con celos piadosos todos los esfuerzos por menospreciar la palabra, el nombre, la iglesia o el día del Señor. Lo confesará delante de los príncipes, si es necesario, y sentirá vergüenza si se le deshonra. No se callará y permitirá que la causa de su Maestro sea avergonzada, sin testificar en su contra. ¿Y por qué es todo esto? Simplemente porque lo ama.
continuará, d.v., en el número siguiente
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Tenemos Esperanza
"Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5.5).
Algunas veces las palabras del vocabulario cristiano tienen un significado diferente al que tienen en el uso normal. “Esperanza” es una de estas palabras.
En lo que se refiere al mundo, la esperanza a menudo significa aguardar con ansia algo que no se ve pero sin certeza alguna de que se cumpla. Un hombre en medio de un grave problema financiero puede decir: “Espero que todo salga bien”, pero no tiene seguridad de que ocurra así. Su esperanza no pasa de ser una ilusión. La esperanza cristiana también aguarda con ansia algo invisible, como en Romanos 8.24 Pablo nos recuerda : “La esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo?” Toda esperanza trata con la esfera del futuro.
Pero lo que hace que la esperanza cristiana sea diferente es que está basada en la promesa de la Palabra de Dios y por lo tanto es absolutamente cierta. “La cual tenemos como segura y firme ancla del alma” (He. 6.19). La esperanza es “fe que descansa en la Palabra de Dios y vive en la seguridad presente de lo que Dios ha prometido o predicho” (Woodring). “Notemos que utilizo la palabra esperanza para dar a entender ‘certeza’. La esperanza en la Escritura se refiere a los eventos futuros que sucederán pase lo que pase. La esperanza no es una ilusión engañosa para mantener a flote nuestros ánimos y evitar que avancemos ciegamente a un destino inevitable. Es la base de toda la vida cristiana. Representa la realidad esencial” (John White).
Ya que la esperanza del creyente está basada en la promesa de Dios, nunca nos avergonzará o desilusionará (Ro. 5.5). “La esperanza sin las promesas de Dios es vacía y es inútil y a menudo hasta presuntuosa. Pero cuando se basa en las promesas de Dios, descansa sobre Su carácter y no puede llevar a la desilusión” (Woodring).
Se dice de la esperanza cristiana que es una “buena esperanza”. “Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia” (2 Ts. 2.16).
También se le llama “esperanza bienaventurada”, refiriéndose particularmente a la venida de Cristo: “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tit. 2.13).
El apóstol Pedro la llama “esperanza viva”. “Según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 P. 1.3).
La esperanza del cristiano le capacita para soportar las esperas aparentemente interminables, la tribulación, la persecución y hasta el martirio. No debemos olvidar que estas experiencias son solamente alfilerazos comparadas con la gloria venidera.
William MacDonald, De Día En Día, CLIE
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Jesucristo Es El Señor
“Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús” (2 Co. 4.5).
Si preguntara en cualquier congregación un domingo por la mañana: “¿Creéis en el señorío de Jesucristo?”, seguramente la respuesta sería afirmativa. Pero si preguntara a cada uno individualmente: “¿Es Jesucristo el Señor de toda tu persona y vida?”, ¡probablemente pasaríamos una mañana incómoda y reveladora! Cualquier congregación puede cantar: “¡A Cristo coronad!”, pero no todos los que lo coronan con los labios lo hacen en los hechos.
Un predicador habló de “verdades que nombramos tanto que pierden su poder, y yacen en el dormitorio del alma”. El señorío de Cristo es una de estas verdades. Alguien dijo que la palabra “Señor” es una de las palabras de más interés en todo el vocabulario cristiano. A.T. Robertson dijo que el señorío de Cristo es la piedra de toque de nuestra fe, y G. Campbell Morgan lo llamó: “la verdad central de la iglesia”.
El señorío de Cristo fue confesada por todos en la iglesia primitiva. “... Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Ro. 10.9). Cuando un judío convertido en la iglesia primitiva decía: “Jesús es el Señor”, esto significaba que Jesús es Dios y manda en su vida, y cuando un creyente gentil decía: “Jesús es el Señor”, quería decir que César ya no era su dios ni su señor. Policarpo de Esmirna, discípulo del apóstol Juan, fue a su muerte afirmando el señorío de Cristo, en contra de lo que César reclamaba.
El Nuevo Testamento nunca dice: “Cristo y . . .”, porque nunca se puede añadir nada a Jesucristo. Él es el Alfa y la Omega, y todas las letras del alfabeto entre ellas. La forma correcta de hablar es “Cristo o...”, es decir, “... o el mundo, ... o Belial, ...o Egipto, ...o César”. El cristianismo primitivo demandaba una rotura limpia y completa con el mundo, la carne y el diablo. Esta postura duró hasta que Constantino popularizó y diluyó al cristianismo. Entonces multitudes de paganos entraron livianamente, trayendo consigo sus ídolos, actitudes, valores y pecados, y la iglesia bajó el listón para acomodarlos. Nunca nos hemos recuperado de ese error.
Hoy, aunque César no vive, demasiadas personas en iglesias evangélicas intentan servir a dos señores: a Cristo y a César, a Dios y a las riquezas. Esas iglesias se llenan de inconversos bautizados que viven vidas dobles, que temen al Señor y sirven a sus propios dioses (2 R. 17.33). Se acercan a Dios con la boca, y profesan honrarlo con sus labios (Is. 29.13), pero solo en canciones y reuniones. Le llaman “Señor, Señor”, pero en la práctica, no hacen lo que Él les dice (Lc. 6.46). No practican el señorío que sus labios confiesan. No debemos adorar y seguir al Señor solo el domingo, sino también debemos servirle toda la semana.
El señorío de Cristo es la confesión auténtica del cristiano. “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. 12:3). Llamar sinceramente a Jesús “Señor” es la obra auténtica del Espíritu Santo, porque el viejo Adán nunca se dobla ante el señorío de Cristo.
Pero hoy, hacemos distinción artificial entre confiar en Cristo como Salvador y confesarle como Señor. Hemos hecho dos experiencias de algo que bíblicamente es una sola. Así acomodamos en las iglesias a personas que no se someten al Señor. Hay muchos que han “aceptado a Cristo”, pensando que así no irá al infierno sino al cielo, pero ahí termina su interés. No se preocupan en absoluto por reconocerle como Señor de sus vidas, ni quisieran hacerlo. Tienen en sus manos las riendas de vida, y no las dejan en manos de Cristo. Le permiten acompañarles, como pasajero, pero no le dejan conducir.
La salvación no es como un restaurante donde uno escoge del menú lo que desea y deja lo demás. No podemos tomar a Cristo como Salvador y rechazar Su señorío. Es decir, la fe no es creer con reservas, condiciones o discrepancias. Alguien dijo: “Es todo o nada”, que quiere decir que no podemos recibir a Cristo poniendo condiciones, ni con reservas. Cierto es que uno no entiende todo lo que implica el señorío en el momento de la conversión, pero confiamos en Él respecto al camino. Nadie puede ser salvo confiando en un medio-Cristo que es Salvador pero no Señor.
Pablo dijo al carcelero en Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Le presentó todos los nombres y títulos: Señor, Jesús, Cristo, como Amo, Mediador y Mesías. No le dio la opción de recibir a Cristo como Salvador y postergar la cuestión de Su señorío.
Solo tenemos dos opciones: recibir al Señor o rechazarlo. No hay medias tintas. Y una vez que le recibamos, ya no nos queda opción. Entonces ya no somos nuestros, pues hemos sido comprados por precio (1 Co. 6.19-20). Somos Suyos. Él tiene la primera palabra y la última. Demanda nuestra confianza y lealtad, pero tiene derecho a hacerlo. “Amor tan grande y divino demanda mi alma, mi vida, todo mi ser”. ¡Ante el sacrificio sublime de Cristo, no tiene sentido decir: “Es mi vida, y nadie me va a poner la mano encima ni decirme cómo vivir”. No es lenguaje de creyentes.
Personalmente, cuando confié en Cristo, era un joven campesino, y no entendía todas las ramificaciones del plan de la salvación. Pero entendía lo que Cristo hizo por mí, y confié en Él sin reservas. Aunque no sabemos ni entendemos todo, confiamos en Él, y estamos dispuestos a que Él tome las riendas y guíe nuestra vida. No tengo que saber todo, pues el Señor lo sabe y yo confío en Él. No entiendo todo acerca de la electricidad, ¡pero no pienso vivir en la oscuridad hasta que la entienda del todo! Una cosa sí entendí como joven: entendí que me salvó y por eso estaba bajo dirección nueva. Sabía que pertenecía a Cristo y Él era mi Señor.
He aquí la razón de la triste condición de muchos “cristianos” y muchas iglesias. Abrigan una versión barata y fácil de “fe” que en realidad no lo es, y una forma de “recibir” que realmente no recibe al Señor, pues no reconoce que Jesucristo es el Señor. Es significativo que la palabra “Salvador” aparece sólo 24 veces en el Nuevo Testamento, pero la palabra “Señor” se halla 433 veces.
Todo verdadero cristiano es un creyente, un discípulo y un testigo del Señor. Los primeros creyentes fueron llamados “discípulos” antes que “cristianos”. La gran comisión no nos llama a conseguir “decisiones”, sino a hacer “discípulos”. Dios no obra solo para salvar a los pecadores, sino además, Su plan es hacerlos santos y que sean como Su Hijo. El momento crucial de la conversión por la fe es el comienzo de una vida de seguir al Señor. “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn. 8.31).
Pensemos en Pedro. Era creyente, aunque no actuó como discípulo cuando negó a su Señor. Luego el Señor le restauró como discípulo con las palabras “sígueme” (Jn. 21). El ángel delante del sepulcro dijo: “Id, decid a sus discípulos, y a Pedro” (Mr. 16.7). El creyente viene a Cristo para ser salvo, y como discípulo va en pos de Él. “Para el Señor” describe la manera de vivir de los que confían en Él.
Vance Havner, extracto de su libro Repent or Else (“Arrepiéntete, y si no...”),
1958, Fleming H. Revell Company. Traducido y adaptado
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Los Dones Espirituales
Hay tres pasajes principales en el Nuevo Testamento que tratan el tema de los dones espirituales:
1 Corintios 12 apunta nueve dones. Romanos 12.3-8 apunta siete dones. Efesios 4.8-12 apunta cinco dones.
Son espirituales, no talentos naturales. Se manifiestan en la iglesia, no en el mundo, en los que tienen el Espíritu de Dios, esto es, los creyentes en el Señor Jesucristo. Cada creyente tiene un don – “la manifestación de Espíritu para provecho” (1 Co. 12.7). Tener un talento o una habilidad no es lo mismo que un don espiritual. Cantar bien o tocar un instrumento no son dones, sino talentos. Tener agilidad o fuerza como atleta no es un don espiritual. Hay personas que tienen naturalmente más facilidad de hablar, pero eso no quiere decir que en la iglesia sean maestros o ancianos.
Vienen con la salvación, en el mismo momento, así como todas las bendiciones espirituales (Ef. 1.3). No son cosas que el creyente adquiere posteriormente, en otro momento de la vida.
Hay una diferencia entre los dones y las responsabilidades comunes. Hay diversidad de dones, pues son diferentes funciones, pero hay responsabilidades que todos tenemos en común. Por ejemplo, el amor fraternal no es un don, sino una responsabilidad común. En cambio, no todos son maestros (1 Co. 12.29). Romanos 12.3 aconseja que ninguno tenga más alto concepto de sí que lo debido, sino servir humildemente conforme a la voluntad de Dios. Todos debemos servirnos los unos a los otros, pero algunos están especialmente dotados para servir y ayudar. Todos debemos ofrendar al Señor (1 Co. 16.1-2), pero algunos están preparados por Dios para repartir: “el que reparte, con liberalidad” (Ro. 12.8). Todos debemos testificar del Señor, pero algunos tienen el don de evangelista (Ef. 4.11).
Contribuyen a la función de una iglesia local en particular. Pablo dijo a los de Corinto: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1 Co. 12.27). No hablaba de la Iglesia universal, sino de Corinto, una iglesia local.
No los recibimos por petición ni deseo, sino Dios los da soberanamente. Ha colocado los miembros en la iglesia “como él quiso” (1 Co. 12.18). No da los dones a los de cierta familia, ni a los con más poder adquisitivo (1 Co. 1.26). Dios ya ordenó el cuerpo (1 Co. 12.24). Dios no da a la mujer el don de pastor o maestro.
Pueden y deben ser desarrollados mediante el ejercicio espiritual. Lastimosamente, a veces esto es descuidado (1 Ti. 4.14). Esa negligencia tiene efectos negativos en el creyente y también en los que podrían beneficiar del uso de su don. En lugar de hacer un cuestionario para “descubrir tu don”, debes presentar tu cuerpo a Dios en sacrificio vivo (Ro. 12.1-2), y buscar oportunidad para servir en la iglesia local.
Ninguna persona tiene todos los dones, pues son repartidos entre todos los creyentes (Ef. 4.11; 1 Co. 12.7-11; Ro. 12.6-8; 1 P. 4.9-11).
Algunos dones eran temporales, pero otros son permanentes (1 Co. cc. 12-14). En otras palabras, algunos dones han terminado y desaparecido, pero otros todavía funcionan en nosotros. El desempeño público de estos dones en la asamblea es regulado por Dios, para la máxima edificación de toda la iglesia (1 Co. 14.21-33).
Todos los dones son dados y recibidos en base a la gracia de Dios. Por eso, gloriarse uno en el don que tiene es totalmente improcedente, ya que surge de la carne (1 Co. 4.7; 2 Co. 10.17).
Algunos dones son más públicos que otros, pero todos son necesarios para la función correcta y la edificación de la asamblea (1 Co. 12.22-27). Todo miembro del cuerpo físico tiene una función, y todo creyente también tiene una función importante en la iglesia, aunque no sea pública (1 Co. 12.21-25). Todos somos necesarios (vv. 21-22), y no debemos privar a la iglesia de nuestro servicio.
Todos los dones deben ser ejercitados decentemente y con orden (1 Co. 14.40), y para la gloria de Dios (1 Co. 10.31).
Mediante el uso de los dones, practicamos el sacrificio vivo de nuestro cuerpo, para servir al Señor y a los hermanos en la iglesia. No es necesario que seamos apreciados ni que nos den las gracias. Pablo dijo: “yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas…” (2 Co. 12.15).
Nuestro uso de ellos será revisado en el Tribunal de Cristo (1 Co. 3.13-15). Esto es porque Dios ha dado a cada creyente un don “para provecho” (1 Co. 12.7), es decir, para el beneficio de otros en la iglesia. ¿Qué hemos hecho con el don que Él nos dio?
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La Introspección
“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien...”
Romanos 7.18
Si un joven creyente aprende esta lección al comienzo de su vida cristiana, se ahorrará después un mundo de problemas. La Biblia nos enseña que NO HAY NADA BUENO en nuestra naturaleza vieja, mala y no regenerada. Ésta no mejora un ápice cuando nos convertimos. Tampoco cambia tras muchos años de vida cristiana consistente. De hecho, Dios no está tratando de mejorarla. La ha condenado a muerte en la cruz y desea que la mantengamos en esa condición.
Si en verdad creo esto, me librará de una búsqueda inútil. No buscaré algo bueno donde Dios ya ha dicho que no existe. Me librará de la decepción de no encontrar nada bueno en mi interior, sabiendo, en primer lugar, que no lo hay.
Me liberará de la introspección. Debo comenzar con la premisa de que en el yo no hay victoria. De hecho, ocuparme de mí mismo es un presagio de derrota.
Me guardará del error de consejos psicológicos y psiquiátricos que enfocan todo en el yo. Semejantes “terapias” solamente agravan el problema en vez de resolverlo.
Me enseñará a ocuparme en el Señor Jesús. Robert Murray McCheyne decía, “Por cada vez que miras al yo, mira diez veces a Cristo”. ¡Éste es un buen equilibrio! Alguien dijo que aun un yo santificado es un pobre sustituto para un Cristo glorificado. Y un himno dice: “Cuán dulce es huir del yo y refugiarse en el Salvador”.
Es muy común en la predicación moderna y en los nuevos libros cristianos, el animar a la gente a ocuparse de la introspección, pensando en su temperamento, su imagen propia, sus temores e inhibiciones. El movimiento en su totalidad es una tragedia de pérdida de perspectiva bíblica, que deja tras sí una estela de escombros humanos.
Es mejor reconocer: “Soy demasiado malo para ser digno de pensar mucho en mí mismo; lo que deseo es olvidarme de mí y mirar a Dios, quien sí que es digno de todos mis pensamientos”.
William MacDonald
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LA PUERTA ESTRECHA
Y EL CAMINO ANGOSTO
“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7.13-14).
Mirando al mundo religioso actual, vemos numerosas religiones, denominaciones y sectas. Y sin embargo, hay solo dos religiones, como nos dice el texto de hoy. Por una parte, hay una puerta ancha y un camino espacioso, con muchos carriles muy transitados, que lleva a la perdición. Por otra parte está la puerta angosta y el camino estrecho, escasamente transitado, que lleva a la vida. Todas las religiones pueden clasificarse bajo una u otra. La característica que distingue a las dos es ésta: Están en el camino espacioso las personas que piensan que deben hacer cosas para ganar o merecer la salvación. Pero el camino angosto es de los que entienden que Dios ha hecho todo para proveer la salvación. Es el camino de fe, no de obras.
La fe cristiana auténtica es única porque llama a los hombres a arrepentirse y recibir la vida eterna como dádiva de Dios, por medio de la fe. Las religiones dicen que hay que ganar la salvación por las obras. Pero el evangelio nos muestra cómo Cristo llevó a cabo la obra necesaria para perdón y salvación. En cambio, los sistemas desarrollados por los hombres indican cosas que uno debe hacer para redimirse a sí mismo: cumplir sacramentos, hacer rezos, guardar los Diez Mandamientos, hacer buenas obras, ayunar, ofrendar, hacer peregrinaciones, etc. La diferencia está entre HACER y HECHO.
La idea popular es que las personas buenas van al cielo, y las malas al infierno. Pero eso es un error, porque la Biblia enseña que nadie es bueno (Romanos 3.12), y que los únicos que van al cielo son los que confían en Jesucristo. A los del camino espacioso eso no les gusta, pero es la verdad. Por su fe en Él, los creyentes son salvos por la gracia de Dios, es decir, no por mérito. El evangelio de Jesucristo elimina la jactancia; le dice al hombre que no hay obras meritorias que pueda hacer para ganar el favor de Dios, porque está muerto en delitos y pecados. Todas las demás religiones inflan el orgullo del hombre implicando que puede y debe hacer algo para salvarse a sí mismo o para ayudar en su salvación, que debe “aportar su granito de arena”.
Todas esas religiones son: “camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Pr. 14.12). A la mente no regenerada la salvación por la fe en el Señor Jesús le parece “demasiado fácil”, pero éste es el camino que lleva a la vida. En las religiones Cristo no es nada, o es quizás un mero accesorio entre otras muchas cosas, mientras que en la verdadera fe cristiana Cristo es todo. Muchos dicen que creen en Cristo, pero también creen en la Virgen y los santos, y esperan que Dios tenga en cuenta su propia sinceridad y buenas obras. Entonces, su fe no es única y exclusivamente en Jesucristo. Demuestran que no han entendido el evangelio, ni han entrado por la puerta estrecha. Siguen en los carriles del camino ancho donde hay lugar y tolerancia para muchas ideas, creencias y prácticas. ¡Ahí cabe todo!
Miran alrededor suyo, ven a muchos otros, y piensan que tantas personas no pueden estar equivocadas, pero se equivocan. La puerta ancha y el camino espacioso no conducen a la vida, sino a la perdición.
No puede haber salvación ni seguridad en las religiones, porque uno nunca sabe si ha hecho suficientes buenas obras o las correctas. Entre ellos están algunas iglesias evangélicas que enseñan uno puede perder la salvación, y eso está basado en el concepto de que Cristo no ha hecho todo. Creen que las personas contribuyen algo por su perseverancia, y así muestran que están todavía en el camino espacioso.
En cambio, el creyente en el Señor Jesucristo puede saber que es salvo, porque esto no depende de sus obras, ni de su perseverancia, sino más bien de la obra de Cristo hecha a su favor. “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10.14).
Solamente hay dos puertas. La puerta estrecha es Jesucristo mismo, que dijo: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Juan 10.9).
Solamente hay dos caminos y dos destinos. Solamente hay dos religiones: una de la ley y de mérito, la otra es solo de la gracia. Una de las obras, la otra de la fe en Jesucristo. Una de hacer obras, la otra de creer en la obra que Cristo hizo. Una de intentar, la otra de confiar. La primera es espaciosa, y lleva a muchos a la condenación y la muerte, la perdición. La segunda es angosta, y lleva solo a los creyentes a la justificación, la vida eterna, y el cielo. ¿En cuál de esos dos caminos estás, estimado lector?
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