LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO NO FUE UN FRAUDE
Samuel Vila
(viene del nº 134)
Otros, interesados en negar la resurrección, han dicho que quizá los discípulos robaron el cuerpo para tramar la farse de la resurrección.
Pero esta hipótesis, además de la dificultad material de su realización a causa de la guardia romana (que ningún pescador galileo, por atrevido que fuese, se habría aventurado a desafiar), tiene otra dificultad insuperable. ¿Los primeros discípulos se habrían sacrificado por una mentira forjada sobre un cuerpo muerto? ¿Ninguno habría sido infiel ante el suplicio para descubrirla? El heroísmo por una fe sincera, sea de la clase que fuera, se comprende; pero el sacrificio de todas las comodidades materiales y aun de la propia vida por el solo empeño de sostener una mentira conocida, forjada por uno mismo, es un caso sin precedentes y un absurdo inimaginable para toda mente sensata.
Ni una muerte aparente
Otros, por fin, han pretendido que Jesús no murió en la cruz y que sus amigos lograron reanimarlo. A esto podemos responder, en primer lugar, que sus enemigos tomarían las medidas necesarias, como las tomaron en efecto, para que esto no sucediera. Y en segundo lugar que los amigos que le habrían ayudado y cuidado sabrían muy bien cómo le habían hecho volver en sí, y que no era resurrección lo que se había verificado, sino reanimación de un desmayo. Y, como hemos indicado, en el anterior supuesto de robo del cuerpo muerto, jamás habrían estado dispuestos a los sacrificios que les impuso la predicación del Cristo resucitado.
Es muy de presumir que tal resurrección aparente, aun cuando de momento les hubiese llenado de alegría, estaría destinada a terminar en un fracaso rotundo. Ninguno de sus discípulos habría estado dispuesto a dar la vida por un Cristo extenuado que hubiera necesitado de sus auxilios para volverle a su natural vigor. Aquella visión de dolor y flaqueza de un Cristo postrado sobre un lecho, habría constituido una pobre ayuda para su fe. Sólo la visión del "Hijo de Dios con potencia" podía llenar de un heroísmo hasta la muerte el corazón atribulado de los desalentados apóstoles.
Es interesante notar la eficacia que tuvo el testimonio apostólico acerca de la resurrección de Jesucristo, cuando en pocas semanas se convirtieron unas 10.000 personas en Jerusalén. El Sanedrín judío se veía impotente para detener el movimiento. La figura más alta de este supremo tribunal, según el historiador Josefo, el mismo Gamaliel, estaba en duda de si sería cosa de Dios o de los hombres cuando dijo: "No seamos tal vez hallados resistiendo a Dios".
De este modo triunfó el cristianismo, no sólo en Judea, sino en todo el mundo antiguo. ¿Pudo esto ocurrir sin basarse en una realidad objetiva?
de libro EVIDENCIAS DE FE PARA ESTUDIANES (CLIE), págs. 40-42
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LA CALAMIDAD DE TENER HIJOS IMPÍOS
Edward Lawrence (1623-1695)
(viene del número anterior)
IRA: La ira es otra pasión que aflora en padres piadosos por la maldad de sus hijos. Y esto es problemático, porque al hombre no le faltan problemas cuando está airado. Y cuanto más se empecinan estos padres en que sus hijos sean piadosos, más los disgustan y exasperan los pecados de ellos. Sienten enojo cuando los ven que provocan a aquel Dios a quien ellos mismos tienen tanto cuidado en agradar, verlos destruir sus almas preciosas que ellos trabajan para salvar, y verlos despilfarrar con sus sucias lascivias esos bienes que han obtenido con su dedicación, trabajo y oraciones. No pueden menos que pensar en ellos con ira, hablar de ellos con ira y mirarlos con ira. Y así, sus hijos, que deberían ser motivo de gozo y placer, les son una cruz e irritación continua.
DOLOR: Se ven profundamente afectados por la congoja y el dolor que sienten por la maldad de sus hijos. Las gracias de los padres causan que se lamenten por los pecados de sus hijos. Su conocimiento de la salvación hace sangrarles el corazón al ver a sus hijos burlarse y despreciar la gloria que ellos ven en Dios y en Cristo. Y aunque ellos, por fe, se alimentan en Cristo, les duele ver a sus hijos alimentarse de los placeres inmundos del pecado. Su amor a Dios los hace gemir porque sus hijos aman el pecado y las peores maldades, y aborrecen a Dios, el mejor bien.
La enormidad de esta aflicción se ve en estos ocho factores que la empeoran: Primero, empeora su dolor recordar cuánto placer y delicia les daban estos hijos cuando eran chicos. Los atormenta ahora ver sus dulces y alegres sonrisas convertidas en miradas burlonas y despreciativas hacia sus padres, y sus lindas e inocentes palabras convertidas en blasfemias y mentiras y otras podredumbres. Los atormenta pensar que éstos, que se lanzaban hacia ellos para recibir un abrazo, para besarlos y para hacer lo que ellos pidieran, ahora los rechazan.
Segundo, empeora su dolor verse tan miserablemente decepcionados en las esperanzas que tenían para estos hijos. "La esperanza que se demora es tormento del corazón", dijo Salomón en Proverbios 13:12, pero verse frustrados y desilusionados en su esperanza en algo de tanta importancia que hasta les destroza el corazón. Cuando estos padres recuerdan qué agradable les resultaba oír a estos hijos contestar preguntas de la Biblia y hablar bien de Dios y Cristo, no pueden sentirse más que afligidos al ver que estos mismos hijos quienes, como Ana, presentaron al Señor, se venden al diablo.
Tercero, empeora su dolor ver a sus hijos quienes los amaban como padres, en compañía de mentirosos, borrachos, mujeriegos y ladrones cuya compañía les resulta más agradable que la de sus padres.
Cuarto, empeora su dolor ver a los hijos de otros que andan en los caminos del Señor y decir: “Esos hijos hacen felices a sus padres y a su madre mientras que los hijos de nuestro cuerpo y consejos y oraciones y promesas y lágrimas viven como si su padre fuera amorreo y su madre hetea”! (Ez. 16:3)
Quinto, empeora el dolor de los padres cuando sólo tienen un hijo, y éste es necio y desobediente. Hay muchos ejemplos de esto. La Biblia, para describir el tipo de dolor más triste lo compara con el dolor de un hijo único. Jeremías 6:26, "Ponte luto, como por hijo único, llanto de amarguras". Zacarías 12:10, "Llorarán como se llora por hijo unigénito". Sé que estos versículos se refieren a padres que lloran la muerte de un hijo único, pero no es tan triste seguir a un hijo único a la tumba como es ver a un hijo único vivir para deshonrar a Dios y ser una maldición para su generación destruyendo continuamente su alma preciosa. Es muy amargo cuando uno vuelca en un hijo tanto amor, bondad, cuidado, costo, esfuerzos, oraciones y ayunos tal como hacen otros padres con muchos hijos. Y, a pesar de todo esto, el hijo único resulta ser este monstruo de maldad, como si los pecados de muchos hijos impíos se concentraran en él.
Sexto, es peor cuando los ministros santos de Dios son padres de necios, lo cual... sucede con frecuencia. Y es muy lamentable porque éstos tienen las llaves del reino de los cielos, no obstante tienen que entregar a sus propios hijos a la ira de Dios. Los tales conocen los terrores del Señor y los tormentos del infierno más que los demás, y les afecta más creer que ahora eso es lo que les espera a sus propios hijos.
Séptimo, es peor para los padres cuando los hijos, a quienes dedicaron para servir a Dios en el ministerio del evangelio, resultan ser impíos. Esto es motivo de grandes lamentaciones, porque los padres tienen la intención de que ocupen los lugares más importantes en la iglesia, les dan una educación con miras a ello, y después estos chicos se hacen como la sal sin sabor, que no sirve para nada sino para tirar y ser pisoteada por los hombres.
Octavo, es peor cuando los hijos son un dolor para sus padres en su vejez, y, por decirlo así, tiran tierra sobre sus canas, que es su corona de gloria. El mandato de Dios en Proverbios 23:22 es: "Cuando tu madre envejeciere, no la menosprecies". Salomón dice que los días de la vejez son días malos (Ecl. 12), su edad es en sí como una enfermedad problemática e incurable. Los ancianos son como la langosta: aun lo más liviano es para ellos una carga. Por lo tanto, es más problemático para ellos ser atormentados por hijos malos cuando habiendo sido hombres fuertes (según piensan algunos teólogos) se encorvan, y sus hijos que deberían ser un apoyo para ellos, les destrozan el corazón y causan que bajen con dolor a su tumba.
Tomado de Parents' Concerns for Their Unsaved Children ("Preocupaciones de los padres por sus hijos no salvos"), reimpreso por Soli Deo Gloria, una división de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.
Edward Lawrence (1623-1695): Predicador inglés que no pertenecía a la Iglesia Anglicana; educado en Magdalene College, Cambridge; fue echado de su púlpito en 1662 por el Acto de Uniformidad; amado y respetado por otros puritanos como Matthew Henry y Nathanael Vincent; nacido en Moston, Shropshire, Inglaterra.
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No esperes a que te lleven a la iglesia
Pues si esperas . . .
1. Irás aunque llueva, truene, haga frío o calor.
2. Irás no importa cómo te sientas o si te opones.
3. Tendrás a tu deredor hermosas flores pero no las disfrutarás.
4. A pesar de la belleza de la música en el funeral, no la gozarás.
5. Aunque hable el predicador, no te hará ningún bien porque no le podrás oír.
6. Irás al altar, pero no podrás orar, ni te ayudará si otros oran por ti.
7. Te encontrarás en la mayor necesidad, pero nadie podrá socorrerte.
8. Estarán presentes tus familiares y amigos, pero no los verás ni podrás compartir con ellos.
9. Irás ese día a la iglesia no importando cuántos hipócritas estén presentes.
10. Ténlo por seguro, ésta será la última vez que asistirás a la iglesia.
11. Pero . . . ese día en realidad no irás, sólo llevarán tus restos.
12. Porque tú no estarás en el cuerpo, sin en la eternidad – habrás ido irremediablemente a tu encuentro con Dios, Juez de vivos y muertos. La Biblia declara que "está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto, el juicio" (Hebreos 9:27). Nada de lo que digan o hagan en el funeral te ayudará. Será demasiado tarde.
Así que, amigo, acude ahora al lugar de culto donde predican el evangelio. ¡No esperes a que te lleven! Toma interés ahora en tu alma y tu destino eterno. Ahora que puedes ver, oír, sentir y decidir, preséntate y escucha bien. Busca a Dios mientras puede ser hallado. El predicador prefiere explicarte el evangelio ahora, en lugar de sólo tratar de consolar ese día a tu familia si mueres sin Cristo.
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LA SALVACIÓN ETERNA
Josué Knott
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”. – Juan 10:27-29
Este texto en Juan es un capítulo en el que Jesucristo se presenta como el pastor de las ovejas que ha venido a salvar. Es un capítulo hermoso que nos muestra la ternura y amor del Señor en Su papel de Salvador: Él pone Su vida por las ovejas… y la vuelve a tomar (v. 15, 18). Es una declaración del evangelio por el mismo Mesías en anticipación de su cercano cumplimiento. El Hijo de Dios, el Cristo, había venido al mundo para tomar sobre sí la carga y la culpa de los pecados de todo pecador que haya existido nunca y que existirá, para pagar, en una cruz romana, la condena justa y merecida que habían acarreado todos ellos y nosotros. En esa cruz, actuando como nuestro sustituto perfecto, el único Hombre Perfecto (Impecable), capacitado para tomar nuestro lugar, cargaría sobre Su cuerpo el castigo físico y en Su espíritu el castigo espiritual, aún mayor y más terrible: la ira santa y justa de Dios, culminando en una agónica separación del Padre; inevitable consecuencia de nuestra rebelión. Allí consumaría el Señor Jesús la condena nuestra, borrando por fin con Su sangre divina el acta de los decretos que era contra nosotros (Col. 2:14). Así es que Cristo nos tiende la mano de perdón; la misma mano que fue traspasada por nuestras ofensas. Habiéndonos amado hasta la muerte, con una fuerza mayor que todas las fuerzas del mal que obraban en nosotros; con una magnitud que no somos capaces de comprender en su totalidad aún, nos invita a dejar nuestros pecados y acudir a Él para perdón y vida eterna.
También es un capítulo que contiene grandes verdades, como por ejemplo la poderosa proclamación de la unidad de Dios Padre con el Hijo (v. 30) que hace Jesucristo, inmutado por la abierta hostilidad y ambiente amenazador de los fariseos que le rodean y que ocupan el lugar de líderes religiosos del pueblo de Dios. Pero además de esta grande verdad, el Señor nos manifiesta otra verdad inherente a Su condición de Hijo de Dios y Salvador del mundo. Es una verdad que llenará nuestras almas de paz y seguridad, que nos hará descansar en el Salvador y su poder, tal y como nos invita en Mateo 11:28, “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. ¿Hay descanso mayor que saber que has sido perdonado y absuelto… para siempre?
El versículo que encabeza es la expresión de esta verdad: aquellos a quienes Jesús el Buen Pastor ha salvado de sus pecados, no los puede arrebatar nadie. Los que han venido quebrantados ante la cruz de Cristo para asirse del perdón y de la salvación preciosa que Él ofrece a todo pecador arrepentido, tienen y tendrán para siempre esa perfecta salvación que el Señor Jesús compró con el inconcebible precio de Su sangre. “Nadie”, dice, “las arrebatará de mi mano”. Y recalca: “yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás”. Nadie. Jamás. Son términos absolutos. La vida eterna que nos ofrece el triunfante Salvador no puede ser extinguida ni arrebatada por nada ni nadie, ¡jamás! ¡Y qué menos íbamos a esperar del Hijo de Dios! ¿Acaso no es suficiente Su muerte en la cruz para lograr ofrecernos esa vida invenciblemente eterna? ¿Será posible que nuestros pecados puedan superar Su perdón, que nuestra culpa sea demasiado grande para que Él alcance a pagarlo todo?
Ciertamente sabemos que no es así, sino que el mismo Hijo de Dios; uno con el Padre, uno con Su poder total y deidad absoluta, eterna, santa y perfecta, fue más que capaz de liquidar hasta el último amargo pecado; la carga que acumulamos todas estas ovejas descarriadas a las que vino a buscar. Es con gozo en el corazón que podemos afirmar que Jesucristo salva con poder absoluto y para siempre. No en vano padeció en nuestro lugar, no en vano Su abandono por el Padre y Su angustia de soledad en la cruz del Calvario, consumando nuestras culpas… no en vano Su exclamación al expirar: “¡Consumado es!”. Consumado: llevar a cabo totalmente algo, ejecutar o dar cumplimiento a un contrato o a otro acto jurídico (Real Academia Española). La salvación de Jesucristo, es entonces, eterna. ¡Gracias a Dios que no depende de nosotros ni de nuestra capacidad de preservarla, ni mucho menos merecerla!
Es por esto que hablamos de la obra completa del Señor: el plan divino de redención no tenía fallos ni desperfectos; era completo, comprensivo en absoluto. Por eso Pablo escribe en Efesios 1:13-14, “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria”. Como Pablo manifiesta en estos versículos, una vez que oímos el evangelio y lo creemos para salvación, somos sellados. Somos guardados, asegurados por el Espíritu Santo hasta el día de la redención; hasta ser glorificados en el cielo al final del tiempo terrenal. Y esa es la promesa a la que hace referencia; la promesa de vida eterna, la promesa de Juan 10:28, “…y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Por supuesto que todo esto es para la gloria de Dios, cosa que no olvida de decir el apóstol. ¿Qué otra respuesta puede haber por nuestra parte, siendo participes de tan maravillosa y generosa salvación? Deberíamos estar sobrevenidos por gratitud y llenos de alabanza a aquel quien venció el pecado y la muerte para siempre, tomando nuestro sitio en la cruz.
Una última reflexión nos surge ante la verdad feliz y conmovedora de una salvación eterna. Es una reflexión que nace de una pregunta o duda: ¿Será posible que, una vez obtenida esta salvación eterna, nos entreguemos al pecado, aprovechando esa misma salvación eterna e irrevocable? Para esta pregunta hay una simple y contundente respuesta. El apóstol Pablo lo expresa inmejorablemente claro: “¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera. ¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Ro. 6:15-18). Y termina el apóstol exultante: “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:22-23). Es difícil expresarlo mejor de lo que lo hace Pablo en estos versículos. La respuesta a la pregunta está claro: bajo ninguna circunstancia será posible semejante comportamiento de libertinaje. Ya no somos esclavos del pecado, por tanto, el pecado no tiene potestad sobre nosotros como antes para que nos entreguemos a tal vida, pretendiendo aprovecharnos de la salvación eterna. Fuimos salvados de nuestra condena y de nuestros pecados: ¡hemos sido libertados! Ahora somos siervos de la justicia, siervos de Dios y nuestras vidas muestran el fruto de la santificación. El quebrantamiento que nos trae a la cruz de Cristo, el perdón perfecto y el amor incomparable que Él nos da nos constriñen y Su poder transformador nos hace seres nuevos. Ya ni queremos esa vida de pecado, ni podemos vivirla como antes.
La conclusión, entonces, es que la salvación que nos extiende Jesucristo es perfecta y eterna, en virtud de su perfección completa y Su condición de Hijo de Dios. No podemos perder una salvación tan perfecta y tan costosa como la que nos ofrece el Señor Jesús, habiendo consumado nuestros pecados y nuestras culpas sobre el madero. Ni tampoco nos es posible “aprovecharnos” de esa salvación en ningún modo. Remitámonos a las palabras de Jesucristo: “mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn. 4:14).
Josué L. Knott, agosto 2013
Josué estudia en Talca, Chile y se congrega
con los hermanos de la asamblea en la Calle 3 Oriente.
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