“Estos son los nombres de los valientes que tuvo David”. 2 Samuel 23:8
De todos los reyes del pueblo de Israel, David es el único vinculado estrechamente con nuestro Señor Jesucristo hasta el final de la Biblia (ver Ap. 22:16). La historia de David comienza con su sencilla ocupación como pastor de ovejas, pero termina con su reputación cual “hombre de guerra” (1 Cr. 28:3), con su ejército formidable encabezado por varios hombres valientes. Podemos apreciar algunas características y cualidades de muchos de sus guerreros en la lista que se encuentra en 1 Crónicas 12, notando a la vez que estas características representan cualidades indispensables del creyente piadoso de hoy. Algunos de ellos son: “listos para la guerra” (v. 23), “valientes y esforzados” (v. 25), “entendidos en los tiempos” (v. 32), “sin doblez de corazón” (v. 33) y “con corazón perfecto” (v. 38).
Se destacan los nombres y algunas hazañas de los hombres valientes en dos listas paralelas que aparecen en 2 Samuel 23:8-39 y 1 Crónicas 11:10-47. Los nombres pueden ser agrupados de la siguiente manera:
1) Los valientes: 30 nombres figuran en 2 Samuel 23:24-39 y 46 nombres en 1 Crónicas 11:26-47.
2) Los muy valientes: 2 hombres figuran – Abisai y Benaía
3) Los más valientes, o primeros: 3 hombres figuran – Adino, Eleazar y Sama.
Con el fin de sacar lecciones espirituales, queremos examinar las hazañas de los tres hombres más valientes que figuran en 2 Samuel 23:8-17 y 1 Crónicas 11:10-19. El primero, Adino eznita (Adino significa: “delgado, como una lanza”), utilizó una lanza para matar a 800 hombres en una ocasión. La lanza, arma ofensiva utilizada en el combate desde lejos, nos ilustra el arma que es indispensable en nuestra lucha espiritual – la oración. En la lista de la armadura de Dios que debe usar el creyente en Efesios 6, se alude a esta arma en el versículo 18, “orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ellos con toda perseverancia y súplica por todos los santos”. Necesitamos reconocer más y más el valor de la oración, y ocuparnos en este ministerio agresivo con el propósito de desalojar a las potestades de las tinieblas de la posición estratégica que ellas ocupan. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg. 5.16).
El segundo de los hombres más valientes, llamado Eleazar hijo de Dodo (Eleazar significa: “al que Dios socorre”) utilizó su espada, sin flaquear durante muchas horas de combate sostenido contra los filisteos. La espada, arma de combate ofensiva en la lucha mano a mano contra el enemigo, nos recuerda que la “espada del Espíritu” es la Palabra de Dios (ver Ef. 6:17). Como Eleazar de antaño, podemos tener “una gran victoria” (2 S. 23:10) a la medida que conozcamos bien la Palabra de Dios, y sepamos usarla con discernimiento. Para eso, es indispensable tener la mano “pegada” (ver 2 S. 23:10) a la espada del Espíritu, es decir, a la lectura, estudio y meditación sobre el Libro (ver 1 Ti. 4:13; 2 Ti. 2:15; He. 5:14). Por supuesto, es indispensable practicar, de buena voluntad, las enseñanzas recibidas del estudio personal de la Palabra de Dios.
El tercero, Sama hijo de Age ararita (Sama significa: “desolación”) defendió un pequeño terreno lleno de lentejas. No se especifica el arma que utilizó, pero sí, se destaca su determinación. ¿Valía la pena defender un pequeño terreno, sembrado de lentejas, un grano muy inferior al trigo? Aparentemente los demás no asignaron mucho valor al terreno, puesto que “el pueblo había huido” (2 S. 23:11). Se concluye que Sama estimó de gran valor aquel terreno al recordar que pertenecia a la heredad que Jehová había dado a Su pueblo.
¿Apreciamos nuestra herencia espiritual? ¿Estamos dispuestos a defenderla, tanto de hecho como de palabra? Hemos recibido una herencia de valor incalculable, la “sana doctrina” de la Palabra de Dios. Sabemos mucho de la doctrina, pero lamentablemente, es evidente la poca disposición de muchos creyentes de practicarla en su vida diaria.
El Señor Jesús dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Jn. 13:17). En estos postreros días nos corresponde defender la herencia espiritual, no sólo de palabra sino también de hecho. Se verá afectada nuestra vida en todo sentido, tanto en nuestra actitud interna como en lo externo, sea esto con respecto a nuestra apariencia o respecto a nuestra actuar. Las cosas pequeñas, muchas veces descuidades u olvidadas, asumirán mayor importancia. Quizás se oirá con menos frecuencia el dicho popular, sobre todo entre algunas hermanas: “No importa lo del exterior; lo que importa es el corazón de uno”. Prestemos oído de nuevo a la voz del Señor Jesús: “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel” (Lc. 16:10).
Ernesto Moore, Osorno, Chile, de la revista EL LUGAR DE SU NOMBRE, 1995 nº 3.
¿ACEPTAR, o ARREPENTIRSE Y CREER?
Hablando con un joven adulto le pedí su testimonio de conversión. Respondió: “Oh, pues, siempre he sido acepto”. No sabía qué significaba esta frase, así que él me explicó que desde que era pequeño siempre había ido con sus padres a la sala evangélica—la escuela dominical, el grupo de jóvenes, etc. Se había criado en este ambiente y siempre había “aceptado”.
Entrevistando algunos niños en una escuela cristiana, y preguntándoles acerca de su condición espiritual, no pocos dijeron que “habían aceptado”, “hicieron la oración” o "levantaron la mano" y que por eso eran cristianos. Esperaban bautizarse para poder sentarse con los demás y tomar la comunión. Pero no entendían el evangelio, pues ni podían explicérmelo sencillamente.
Otro hombre, casado, dijo que siempre había creído y había siempre estado en las asambleas. Había sido bautizado como joven con 16 años de edad. Pero su presente situación era distinta. Se había ido de su país ilegalmente para vivir y trabajar en otro, ganando más dinero. Había dejado a su esposa. Se había juntado con una mujer que no era su esposa y que era católica romana. Después de vivir un tiempo en pecado, se casaron y comenzaron a asistir a una asamblea en ese otro país. Al presentarse allí los hermanos preguntaron si eran creyentes bautizados. Él respondió que él sí, pero su esposa era creyente aunque todavía no bautizada. Entonces los hermanos, sin preguntar más y sin saber su historial ni su situación, los recibieron a la comunión (¡a los dos!). Más tarde ella se bautizó, pero un año después de bautizarse abandonó a su esposo y desapareció.
En otra asamblea uno de los ancianos animaba a un pariente suyo a “hacerse miembro” de la iglesia, sin examinar ni preocuparse por su condición espiritual. Meses después, otra persona le presentó el evangelio a ese pariente y se convirtió, confesando que nunca antes lo había entendido.
Estos casos son simplemente el punto del iceberg. Hay muchos más. Hay un gran problema en las asambleas con esto de “aceptar”. Parece que nos hemos desviado en la obra personal y pública de evangelizar, rebajando las demandas del Señor. Juan el Bautista vino predicando: “Arrepentiós” (Mt. 3:2). El Señor Jesucristo vino predicando: “Arrepentíos y creed en el evangelio” (Mr. 1:15). Los discípulos enviados por el Señor predicaban que los hombres se arrepintiesen (Mr. 6:12). En Hechos 3:19 Pedro predicaba: “arrepentíos y convertíos”. No decía: “acepte el mensaje”, ni “acepte a Jesús”. El apóstol Pablo anunciaba a todos “que se arrepentiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hch. 20:21; 26:20). 1 Tesalonicenses 1:9 habla de la conversión, no de “aceptar”.
Nuestro descuido del evangelio, adulterándolo, debilitándolo, rebajándolo para hacerlo más fácil, ha producido en las iglesias personas que “aceptan”, según ellas, pero no saben mucho más. No es misteriosa la mundanalidad y carnalidad que hay entre evangélicos en muchos lugares, pues si llenamos las salas con personas que sólo “aceptan” unos conceptos o datos históricos, sin tener aquella convicción de pecado que es obra del Espíritu Santo. Entran en la comunión de las iglesias sin humillarse ante Dios, sin ver la gravedad de su pecado y la necesidad de arrepentirse, sin temor que les induce a huir de la ira venidera y refugiarse en Cristo buscando perdón, limpieza y vida nueva, ¿qué más vamos a tener? La cizaña en algo se parece al trigo, pero no lo es. La cizaña no da fruto, ni puede.
Carlos
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El Consejo de Lord Beaverbrook, o William M. Aitken (1879-1964) – famoso ministro del gobierno británico en el siglo XX. "Si hoy día yo pudiera inflluir en la vida de algún joven sincero, le diría que es mucho mejor escoger ser evangelista que hacerse ministro de gobierno o millonario. Cuando yo era niño, le tenía lástima a mi padre, un humilde evangelista. Ahora que soy mayor, le tengo envidia por su vida y carrera. A mi juicio, ser evangelista produce la satisfacción mayor de la vida".
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Día Salmos a leer:
☐ 1 1-5
☐ 2 6-10
☐ 3 11-15
☐ 4 16-20
☐ 5 21-25
☐ 6 26-30
☐ 7 31-35
☐ 8 36-40
☐ 9 41-45
☐ 10 46-50
☐ 11 51-55
☐ 12 56-60
☐ 13 61-65
☐ 14 66-70
☐ 15 71-75
☐ 16 76-80
☐ 17 81-85
☐ 18 86-90
☐ 19 91-95
☐ 20 96-100
☐ 21 101-105
☐ 22 106-110
☐ 23 111-115
☐ 24 116-118
☐ 25 119-120
☐ 26 121-125
☐ 27 126-130
☐ 28 131-135
☐ 29 136-140
☐ 30 141-145
☐ 31 146-150
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¿PUEDE LA RELIGIÓN SALVARTE?
Hay gente que piensa que su religión puede salvarle. Un noble inglés hizo la siguiente pregunta a la señora Cherkoff, de Rusia:
—Señora, ¿cuál es la situación de su alma?
—Caballero—contestó la condesa, indignada—éste es un secreto entre el ministro de mi iglesia y Dios.
¿No era ella miembro de una iglesia? ¿No daba grandes cantidades de dinero para su sostenimiento? ¿No creía y practicaba todas sus doctrinas? ¿No era fiel en la asistencia a los servicios religiosos? Entonces, ¿por qué había de inquietarse? Sin embargo pensaba que la situación de su alma no era asunto de su incumbencia, sino de la incumbencia de su iglesia.
Quizás tú, querido amigo, también estés confiando en tu iglesia. Pero tengo que decirte que la religión no te puede salvar. Solamente Jesucristo puede hacerlo.
Puedes pertenecer a tantas iglesias como quieras, y sin embargo, estar perdido. La membresía en una iglesia no puede salvar. No hay salvación—perdón de pecados y vida eterna— por pertenecer a una iglesia. La salvación está en Cristo Jesús.
"Llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará" (S. Mateo 1:21). "Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos de los Apóstoles 4:12).
Si has de ser salvo, debes serlo por el Señor Jesucristo. No hay otro. Él es el único y solo Salvador.
Una religión no puede impartir vida, y tú debes recibir una nueva vida para ser salvo y vivir en comunión con Dios. "Es necesario nacer de nuevo" (S. Juan 3:7).
Nicodemo era religioso, pero no salvo. Por eso le dijo Jesús: "Es necesario nacer de nuevo" (S. Juan 3:7). El fariseo de Lucas 7:36-50 era religioso, pero no salvo. Cornelio era muy religioso, temeroso de Dios, daba limosnas, oraba, ayudaba, gozaba de buen testimonio en su nación, y sin embargo, estaba perdido y necesitaba ser salvado (Hechos de los Apóstoles capítulo 10).
Pablo (Saulo) fue quizás el hombre más religioso de su tiempo. Su religión le venía desde la infancia. Hablaba de sí mismo como celoso de Dios. Había sido circuncidado y había guardado cabalmente la ley. Sin embargo, era un pecador a los ojos de Dios, estaba perdido, aunque no lo supiera. Él también necesitaba ser salvado. Era religioso, desde luego, pero sólo un pecador religioso.
Ahora bien, querido amigo, si la religión no pudo salvarle a Pablo, ni a Cornelio, ni a Nicodemo, ni al fariseo, ¿cómo ha de salvarte a ti? ¿Dependes de tu vida religiosa para alcanzar la salvación? Si así es, estás unido a una falsa esperanza y todavía no conoces al Señor Jesucristo.
Si la religión pudiera salvar, ¿por qué murió Cristo? El Calvario no hubiese sido necesario, pues había y hay mucha y fervorosa religión en el mundo. No, amigo, no hay más que un Salvador, y no es la religión, sino Cristo.
adaptado del libro NO HAY OTRA SALIDA, por Oswald J. Smith, págs 6-8
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La Necesidad De Disciplina
En La Educación De Nuestros Hijos
parte III
4. La Disciplina Instruye En Justicia
Dios dice que la vara y la corrección tienen eficacia y dan resultados que la educación universitaria no puede. “La vara y la corrección dan sabiduría...” (Pr. 29:15). Este texto expresa el orden correcto.
No intentes instruir a un niño desobediente antes de corregirle con la vara, porque él sólo piensa en el castigo físico en ese momento. Por eso se va a presentar como “señor agradable”, o “señorita arrepentida y contristada”. Te asegurará que fue sin querer, o algo así, y te prometerá que jamás lo volverá a hacer. Claro, si ve posibilidad de platicar y así escaparse de la vara, te dirá algo como esto: “Papi, déjame explicarme, es que...”, acompañado de voz temblorosa, tristona, suspiros, expresiones de cara que piden misericordia, frotándose las manos, y quizás soltará anticipadamente alguna lágrima. ¿Qué desea? ¡Evitar la corrección! Si no tienes claro en tu propia mente lo que debes hacer, probablemente te dejarás influir y decepcionar por tus propias emociones, y no aplicarás la disciplina. El niño tal vez dice que lo siente, pero ¿qué siente? Siente que va a ser castigado y corregido; siente anticipadamente los dolores que la vara produce, y los quiere evitar.
Los padres que usan esas tácticas como adultos en sus relaciones con otras personas, tienden a dejarse manipular por esas cosas porque ellos mismos las emplean. Quizás sin querer o sin darse cuenta, algunos padres han enseñado a sus hijos a ser así por medio de su propio ejemplo. Pero con o sin ejemplo previo, la carne, la antigua naturaleza, es así y es totalmente capaz de inventarse tácticas como estas para evitar la vara y la corrección. No debes actuar guiado por las emociones en situaciones así, sino basarte en tu conocimiento de la naturaleza humana, y tu memoria y fe en lo que dice la Palabra de Dios. Dios NO dice que la vara y la corrección dan sabiduría excepto en los casos cuando el niño dice que lo siente o tiene una explicación por lo que pasó. Dios NO dice que corrijas a tu hijo a menos que llore antes de sentir la vara y prometa sinceramente no hacerlo más. Hay quienes dicen estas cosas, pero ellos no son Dios. Y los psicólogos tienen muchas teorías y consejos, pero no bíblicos, así que dejemos a un lado todo eso. ¡Y por supuesto que muchos niños desearían que la Biblia dijera semejantes cosas! Pero nosotros como padres y como discípulos del Señor, debemos permanecer en Su Palabra. Debemos amar al Señor más que a nuestra familia, más que a nuestros hijos e hijas, más que nuestra propia vida. La responsabilidad del discípulo del Señor es poner al Señor en primer lugar en la disciplina de sus hijos, y esto significa usar la vara y la corrección cuando haya desobediencia. Primero la vara, y después las palabras de corrección e instrucción en justicia. Habla después, no antes, porque es cuando tendrás la atención del niño, y si hiciste bien el trabajo de aplicar la vara hasta ver el efecto deseado, tendrás delante tuyo un niño contrito, más receptivo a la instrucción, y menos inclinado a justificarse o dar explicaciones.
Acuérdate, no es bueno permitir a los niños implorarte con voz quejumbrosa que no les corrijas, chillar, llorar, manifestar rabietas, etc. Cosas semejantes son evidencia de un espíritu no quebrantado, y de que tienes por delante un buen trabajo, si en lugar de cumplir mecánicamente con la corrección, en verdad quieres ver el “fruto apacible de justicia” (He. 12:11). La tristeza anticipada de un niño a punto de ser corregido, a menudo es auto-compasión, o miedo y rechazo de la corrección, que son síntomas de necedad. Si hay manifestaciones de ira y resentimiento, chillando o luchando con el padre, o si justo después de corregir con la vara se le nota una cara de enfado o una actitud todavía obstinada, hay que volver a aplicar la vara con más sinceridad y fervor (no con enojo) para que tenga su buen efecto. Cosas así suceden con más frecuencia en los casos de padres cuyo uso de la vara produce más ruido que calor. ¡Algunas madres muestran más fervor batiendo huevos que corrigiendo a sus hijos! Al batir huevos, miran bien para ver si están bien batidos y tienen la consistencia que desean. Si no la tienen, siguen batiéndolos. Pero al corregir a sus hijos no miran bien para ver si están bien corregidos y tienen la disposición deseada. Si un niño chilla o lucha físicamente, retorciéndose durante la corrección con vara, debe estar claro que todavía no está quebrantado. Por supuesto, los padres no deben excitarse por la actitud rebelde o violenta del niño, sino mantener el dominio propio de sus emociones, como de sus manos y la vara.
Pero lo que está claro, es que si la vara y la corrección están bien aplicadas, Dios dice que esto alejará la necedad del hijo. La vara en sí no tiene poder para hacerlo, pues sólo es una vara. Para ser eficaz, debe ser como la Palabra de Dios indica: con “la vara de la corrección” (Pr. 22:15), no con cualquier vara, ni de cualquier manera o actitud. Ésta, la de la corrección piadosa, en amor, y bíblica, es la que funciona. Está bien comprobado por padres fieles, y además, como creyentes debemos saber que la Biblia tiene la razón. Dios no puede mentir; así que si hay algo que no funciona, seremos nosotros y no la Biblia. Si seguimos el consejo divino, tendremos el resultado que Dios promete: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He. 12:11).
5. La Disciplina Quebranta La Voluntad
El quebrantamiento es lo que hace a una persona ser útil en las manos de Dios y para los demás. Nunca debemos pensar que la voluntad propia o la obstinación sean cosas graciosas, ni excusarlas en un niño como una mera fase de crecimiento. El egoísmo manifestado en una voluntad no quebrantada es un rasgo principal de la carne, es pecaminoso y conducirá a la destrucción si no se corrige. William Kelly definió la carne así: “el principio de la voluntad propia, o preferir nuestro camino antes que el de Dios. Esto es pecado, y lo que la Escritura designa como pecado, el deseo fuerte e incansable que sentimos cuando deseamos salirnos con la nuestra, contra la voluntad de Dios”. ¿Y qué es el quebrantamiento? Es aquel punto al que llegamos, unas veces con más trauma que otras, donde abandonamos nuestra propia voluntad, ideas, opiniones, preferencias, planes, etc., según el caso, y nos sujetamos a la voluntad de otro, pero no a regañadientes. Por supuesto, hay padres en este mundo que nunca se han quebrantado, y por supuesto, ¡es natural que ellos reaccionen con horror a lo que acabo de escribir, porque lo verán como una amenaza a su propia vida! Es natural que la carne rehuya el quebrantamiento como algo desagradable, porque es así, para la carne. Por eso algunos adultos, cuando han hecho mal, en lugar de quebrantarse y reconocerlo, huyen de la disciplina eclesial. Son capaces de salir, hacerse la víctima, e ir a otra congregación o bien formar una nueva, a gusto suyo, simplemente porque no aceptan la corrección. Es otra vez el retrato del necio. Son niños malcriados, pero con cuerpos de adultos. Pero volviendo a la corrección de los hijos, en algunos casos, antes de que un niño pueda recibir la disciplina que él necesita para ser quebrantado, obediente y feliz, sus propios padres tendrán que quebrantarse y aceptar la voluntad divina acerca de la corrección de los hijos que Dios les ha dado.
La persona espiritual, que es discípula del Señor Jesucristo, tarde o temprano llegará a reconocer que el quebrantamiento es algo hermoso y necesario. Observamos en los Salmos 32 y 51 cómo Dios quebrantó a David, cuando leemos: “Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano” (Sal. 32:4), y: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17). Un caballo quebrantado es útil, pero uno que no ha sido quebrantado no es apto. Así es con nosotros; y hablo de útil en el sentido de la posibilidad de servir y glorificar a Dios. Los padres que aman de verdad a sus hijos no descuidarán ninguna faceta de su educación, y esto incluye la disciplina con “la vara de la corrección”. Una vez más, considera el testimonio de Susana Wesley acerca de cómo criar a los hijos para Dios:
“Cuando un niño sea corregido, se le debe conquistar; y esto no será difícil de hacer, si el niño no ha llegado a ser cabezón debido a padres indulgentes... La voluntad propia es la raíz de todo pecado y miseria... el gran y singular impedimento para nuestra felicidad eterna; la voluntad, y ninguna indulgencia puede resultar trivial. El cielo y el infierno dependen de este asunto. De manera que el padre o la madre que estudia para conquistar y ver sujeta la voluntad de sus hijos, estará colaborando con Dios en renovar y salvar almas. El padre que consiente a su hijo hace el trabajo del diablo, hace inútil la religión, inalcanzable la salvación y hace todo lo que hay en su poder para condenar eternamente a su hijo en alma y cuerpo” (The Journals Of John Wesley, Perry Parker: John Wesley, Moody Press, Chicago, 1979, págs. 105-106, énfasis añadido)
continuará, d.v., en el siguiente número,
Carlos Tomás Knott, del libro DISCIPULADO EN EL HOGAR
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