31 Reyes: Victoria Sobre el Yo (Parte III)
Una forma exagerada de la auto-conciencia es la
VIII. AUTO-IMPORTANCIA
Es muy ofensiva y sin embargo muy común. Hay quienes la llevan hasta en su modo de andar y en su porte al pasearse por la calle, y casi le tientan a uno a acercarse y preguntarles como alegan que Sidney Smith hacía a los tales que veía en la calle: “Disculpe, caballero, pero ¿es usted alguien en particular?”
No es lo que suele acompañar a la verdadera grandeza, pero es muy común en muy pequeños hombres y mujeres que compensan la falta de verdadero peso con una inmensa cantidad de auto-proclamación y jactanciosa suposición.
Esto es muy ofensivo y de mal gusto para el verdadero creyente. La modestia santa se dará a conocer hasta en el porte. La verdadera humildad no consiste en pensar mal de nosotros mismos, sino en no pensar en nosotros mismos. Y la cabeza madura de trigo siempre se inclina en proporción con su peso.
Estrechamente aliada con esto está el
IX. AUTO-DESPRECIO
Esto es tan malo como lo otro, porque es otra forma de ocuparse uno consigo mismo. Alguna gente está ridículamente consciente de sus propios defectos e incapacidades. Les impide ser útiles en el servicio al Señor y siempre echan su pequeñez e insignificancia sobre cada situación.
Si ve su nombre impreso, teme envanecerse. Si se le pide sentarse en la plataforma, se ruboriza, se encoge y se esconde. Si es llamado a servir de alguna manera, se niega a hacerlo con motivo de su incapacidad. Todo esto también es el yo.
Un corazón verdaderamente rendido no tiene un nombre para ver impreso, ni una persona de la cual estar consciente, ni poder para servir. Su nombre ha sido dado a Cristo, y si Él quiere usarlo, que lo tenga y lo despliegue ante el universo en fama o infamia. No tiene ninguna capacidad para trabajar, y si Cristo quiere enviarlo, Él deberá proveer y suplir todos los recursos necesarios. Por eso, va incondicional y enteramente asegurado porque toda su fuerza tiene que venir de Dios.
X. LA AUTO-VINDICACIÓN
Esta es el yo que defiende sus propios derechos y se venga de sus agravios. Es rápido para descubrir daños u ofensas y expresar su sentir de alguna forma marcada e inconfundible.
Cree que debe recibir el respeto y la consideración debida en todos los casos y aunque no pide más que eso, sí insiste en todos sus derechos.
Su presunción no es descarada. No demanda aplausos más allá de lo merecido, pero sí pide y exige la consideración apropiada.
Ahora, esto es una forma muy respetable, sin embargo muy real del egoísmo. Es directamente contraria al espíritu del cristianismo y del Señor Jesucristo.
La mera idea de Su encarnación fue la renuncia de todos Sus derechos. Siendo en forma de Dios, tenía derecho a ser igual a Dios, pero se nos dice que Él no lo estimó cosa a qué aferrarse, sino “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:7).
Si Dios quiere llevarte a este lugar, es muy fácil para Él vaciarte y hacerte nada, y habrá mucha gente dispuesta a ayudarle. Pero es muy hermoso hacerlo nosotros mismos, como lo hizo el Señor Jesús, y no esperar que nos sea hecho.
La esencia misma de la humillación de Cristo fue que cedió todos Sus derechos celestiales y cuando descendió a la tierra, cedió todos Sus derechos terrenales y asumió como la ocupación de Su vida el dar hasta que no quedó nada más que dar; hasta Su propia vida entregó.
No has empezado a tratar el asunto de la auto-entrega hasta que llegues a tus más apreciados derechos, y los sueltes en Sus manos como un glorioso depósito; y cada vez que lo hagas, Él lo apunta en tu cuenta, y cuando haya acumulado interés, oh, ¡cuánto te reembolsará – mucho de ello en este mundo, pero cuánto más en el día de la eterna recompensa!
Creo solemnemente que la mayoría de las bendiciones que me han sido dadas en mi vida y ministerio han sido por cosas malas que la gente ha dicho de mí y porque Dios me hizo estar dispuesto a permitirles hacerlo.
“Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy” (2 S. 16:11-12).
XI. LA HIPERSENSIBILIDAD
La hipersensibilidad es una de las formas más dolorosas del egoísmo.
Un día, en la India, tomé una pequeña y hermosa enredadera que se extendía en la tierra. Pensé qué bonito sería prensarla en mi cuaderno. Pero al tomarla desapareció en seguida, y no quedó nada en mi mano más que un largo hilo donde antes habían estado las hojas. Estaba tiesa y dura como un tallo sin hojas, y dije: “¿Qué pasó con mi planta?” Miré la tierra, y las demás hojas se extendían sobre la hierba como antes, pero no podía ver ni un rasgo de la planta que supuse que se me había caído.
Miré otra vez el tallito seco en mi mano, y descubrí que era la misma ramita que había cogido de la tierra, pero sus hojas se habían doblado y vuelto tan firmes y secas como si hubieran sido azotadas por un viento otoñal. Cuando toqué las hojas en la tierra, desaparecieron de la misma manera. Entonces dije, “¡Qué planta más sensible!”
Pensé en personas que había visto quienes fueron brillantes y radiantes durante un tiempo, pero algo ofensivo, desagradable o humillante les tocó, y desaparecieron encogidos hasta quedar como palos duros, secos y sin hojas de manera que no había ningún punto de contacto con ellos. Parecían haberse vuelto de pronto como momias egipcias, listas para una vitrina de cristal. ¿Cuál fue el problema?
¡El yo!
“Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo” (Sal. 119:165). ¡Que el Señor nos lleve y nos mantenga allí!
Hay un lugar donde podemos ser, mejor dicho donde podemos dejar de ser; y Cristo será en lugar nuestro. Y de este lugar es cierto que “Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Jn. 5:18).
VIII. AUTO-IMPORTANCIA
Es muy ofensiva y sin embargo muy común. Hay quienes la llevan hasta en su modo de andar y en su porte al pasearse por la calle, y casi le tientan a uno a acercarse y preguntarles como alegan que Sidney Smith hacía a los tales que veía en la calle: “Disculpe, caballero, pero ¿es usted alguien en particular?”
No es lo que suele acompañar a la verdadera grandeza, pero es muy común en muy pequeños hombres y mujeres que compensan la falta de verdadero peso con una inmensa cantidad de auto-proclamación y jactanciosa suposición.
Esto es muy ofensivo y de mal gusto para el verdadero creyente. La modestia santa se dará a conocer hasta en el porte. La verdadera humildad no consiste en pensar mal de nosotros mismos, sino en no pensar en nosotros mismos. Y la cabeza madura de trigo siempre se inclina en proporción con su peso.
Estrechamente aliada con esto está el
IX. AUTO-DESPRECIO
Esto es tan malo como lo otro, porque es otra forma de ocuparse uno consigo mismo. Alguna gente está ridículamente consciente de sus propios defectos e incapacidades. Les impide ser útiles en el servicio al Señor y siempre echan su pequeñez e insignificancia sobre cada situación.
Si ve su nombre impreso, teme envanecerse. Si se le pide sentarse en la plataforma, se ruboriza, se encoge y se esconde. Si es llamado a servir de alguna manera, se niega a hacerlo con motivo de su incapacidad. Todo esto también es el yo.
Un corazón verdaderamente rendido no tiene un nombre para ver impreso, ni una persona de la cual estar consciente, ni poder para servir. Su nombre ha sido dado a Cristo, y si Él quiere usarlo, que lo tenga y lo despliegue ante el universo en fama o infamia. No tiene ninguna capacidad para trabajar, y si Cristo quiere enviarlo, Él deberá proveer y suplir todos los recursos necesarios. Por eso, va incondicional y enteramente asegurado porque toda su fuerza tiene que venir de Dios.
X. LA AUTO-VINDICACIÓN
Esta es el yo que defiende sus propios derechos y se venga de sus agravios. Es rápido para descubrir daños u ofensas y expresar su sentir de alguna forma marcada e inconfundible.
Cree que debe recibir el respeto y la consideración debida en todos los casos y aunque no pide más que eso, sí insiste en todos sus derechos.
Su presunción no es descarada. No demanda aplausos más allá de lo merecido, pero sí pide y exige la consideración apropiada.
Ahora, esto es una forma muy respetable, sin embargo muy real del egoísmo. Es directamente contraria al espíritu del cristianismo y del Señor Jesucristo.
La mera idea de Su encarnación fue la renuncia de todos Sus derechos. Siendo en forma de Dios, tenía derecho a ser igual a Dios, pero se nos dice que Él no lo estimó cosa a qué aferrarse, sino “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:7).
Si Dios quiere llevarte a este lugar, es muy fácil para Él vaciarte y hacerte nada, y habrá mucha gente dispuesta a ayudarle. Pero es muy hermoso hacerlo nosotros mismos, como lo hizo el Señor Jesús, y no esperar que nos sea hecho.
La esencia misma de la humillación de Cristo fue que cedió todos Sus derechos celestiales y cuando descendió a la tierra, cedió todos Sus derechos terrenales y asumió como la ocupación de Su vida el dar hasta que no quedó nada más que dar; hasta Su propia vida entregó.
No has empezado a tratar el asunto de la auto-entrega hasta que llegues a tus más apreciados derechos, y los sueltes en Sus manos como un glorioso depósito; y cada vez que lo hagas, Él lo apunta en tu cuenta, y cuando haya acumulado interés, oh, ¡cuánto te reembolsará – mucho de ello en este mundo, pero cuánto más en el día de la eterna recompensa!
Creo solemnemente que la mayoría de las bendiciones que me han sido dadas en mi vida y ministerio han sido por cosas malas que la gente ha dicho de mí y porque Dios me hizo estar dispuesto a permitirles hacerlo.
“Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy” (2 S. 16:11-12).
XI. LA HIPERSENSIBILIDAD
La hipersensibilidad es una de las formas más dolorosas del egoísmo.
Un día, en la India, tomé una pequeña y hermosa enredadera que se extendía en la tierra. Pensé qué bonito sería prensarla en mi cuaderno. Pero al tomarla desapareció en seguida, y no quedó nada en mi mano más que un largo hilo donde antes habían estado las hojas. Estaba tiesa y dura como un tallo sin hojas, y dije: “¿Qué pasó con mi planta?” Miré la tierra, y las demás hojas se extendían sobre la hierba como antes, pero no podía ver ni un rasgo de la planta que supuse que se me había caído.
Miré otra vez el tallito seco en mi mano, y descubrí que era la misma ramita que había cogido de la tierra, pero sus hojas se habían doblado y vuelto tan firmes y secas como si hubieran sido azotadas por un viento otoñal. Cuando toqué las hojas en la tierra, desaparecieron de la misma manera. Entonces dije, “¡Qué planta más sensible!”
Pensé en personas que había visto quienes fueron brillantes y radiantes durante un tiempo, pero algo ofensivo, desagradable o humillante les tocó, y desaparecieron encogidos hasta quedar como palos duros, secos y sin hojas de manera que no había ningún punto de contacto con ellos. Parecían haberse vuelto de pronto como momias egipcias, listas para una vitrina de cristal. ¿Cuál fue el problema?
¡El yo!
“Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo” (Sal. 119:165). ¡Que el Señor nos lleve y nos mantenga allí!
Hay un lugar donde podemos ser, mejor dicho donde podemos dejar de ser; y Cristo será en lugar nuestro. Y de este lugar es cierto que “Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Jn. 5:18).
A.B. Simpson (continuará, d.v., en el próximo número)
¡Consumado Es!
Venid junto a la Cruz
Los que buscáis perdón,
Hallar podréis la paz, salud
Y eterna redención.
Venid al pacto eterno del amor,
Oíd la voz de nuestro Salvador.
¡Qué amarga vuestra sed!
¡Qué lejos la virtud!
Ya no ignoráis la sutil red
De vuestra esclavitud.
Venid, la Cruz de Cristo es manantial
De redención y gozo perennal.
Miráis con ansiedad
La llaga y el borrón
Que vuestra ciega iniquidad
Dejó en el corazón.
Pensáis amedrentados que tal vez
A su presencia os llame pronto el Juez.
Aún siendo tal baldón
Cual gran y carmesí,
El más dañado corazón
Remedio tiene aquí.
Venid, la sangre de la expiación
Os habla de clemencia y compasión.
Venid junto a la Cruz,
Venid y descansad,
El sacrificio de Jesús
Expía la maldad.
La Cruz es el mensaje del amor
Que Dios anuncia al pobre pecador.
¡Consumado Es!
“He acabado la obra que me diste que hiciese” Juan 17:4
La muerte del Señor Jesús es la interpretación de la misma mente de Dios en medio de la historia humana—No cabe la posibilidad de considerar a Jesucristo como un mártir; Su muerte no fue algo que le aconteció y que Él pudo evitar: Su muerte fue precisamente la razón por la que vino.
Nunca presentes tus predicaciones sobre el perdón diciendo que Dios es nuestro Padre y Él nos perdonará porque nos ama. Eso no está de acuerdo con la revelación que Jesucristo nos dio de Dios; como si sobrara la obra de la cruz, y reducir la Redención divina en “mucho clamor sobre nada”. Si Dios perdona el pecado, es por causa y por medio de la muerte de Cristo. Dios no puede perdonar a los hombres de ninguna otra manera excepto por la muerte de Su Hijo, y Él es exaltado para ser Salvador por causa de Su muerte. “Vemos ... a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte...” La nota más fuerte de triunfo que nunca ha sonado con sorpresa en los oídos del universo es la que salió de la cruz: “¡Consumado Es!” Es la última palabra sobre la Redención del hombre.
Cualquier cosa que oscurece o disminuye la santidad de Dios por medio de una falsa comprensión del amor de Dios, no es fiel a la revelación de Dios que Jesucristo nos dio. Nunca permitas el pensamiento de que Jesús fue hecho por nosotros maldición porque tuvo compasión de nosotros. Claro que tuvo compasión de nosotros, pero Él fue hecho maldición por causa del decreto divino. De esta maldición, lo que resta para mí después de lo que Él sufrió, es la convicción del pecado... Jesucristo aborrece el mal en los hombres, y el Calvario es la medida de Su aborrecimiento santo y justo.
Nunca presentes tus predicaciones sobre el perdón diciendo que Dios es nuestro Padre y Él nos perdonará porque nos ama. Eso no está de acuerdo con la revelación que Jesucristo nos dio de Dios; como si sobrara la obra de la cruz, y reducir la Redención divina en “mucho clamor sobre nada”. Si Dios perdona el pecado, es por causa y por medio de la muerte de Cristo. Dios no puede perdonar a los hombres de ninguna otra manera excepto por la muerte de Su Hijo, y Él es exaltado para ser Salvador por causa de Su muerte. “Vemos ... a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte...” La nota más fuerte de triunfo que nunca ha sonado con sorpresa en los oídos del universo es la que salió de la cruz: “¡Consumado Es!” Es la última palabra sobre la Redención del hombre.
Cualquier cosa que oscurece o disminuye la santidad de Dios por medio de una falsa comprensión del amor de Dios, no es fiel a la revelación de Dios que Jesucristo nos dio. Nunca permitas el pensamiento de que Jesús fue hecho por nosotros maldición porque tuvo compasión de nosotros. Claro que tuvo compasión de nosotros, pero Él fue hecho maldición por causa del decreto divino. De esta maldición, lo que resta para mí después de lo que Él sufrió, es la convicción del pecado... Jesucristo aborrece el mal en los hombres, y el Calvario es la medida de Su aborrecimiento santo y justo.
Venid junto a la Cruz
Los que buscáis perdón,
Hallar podréis la paz, salud
Y eterna redención.
Venid al pacto eterno del amor,
Oíd la voz de nuestro Salvador.
¡Qué amarga vuestra sed!
¡Qué lejos la virtud!
Ya no ignoráis la sutil red
De vuestra esclavitud.
Venid, la Cruz de Cristo es manantial
De redención y gozo perennal.
Miráis con ansiedad
La llaga y el borrón
Que vuestra ciega iniquidad
Dejó en el corazón.
Pensáis amedrentados que tal vez
A su presencia os llame pronto el Juez.
Aún siendo tal baldón
Cual gran y carmesí,
El más dañado corazón
Remedio tiene aquí.
Venid, la sangre de la expiación
Os habla de clemencia y compasión.
Venid junto a la Cruz,
Venid y descansad,
El sacrificio de Jesús
Expía la maldad.
La Cruz es el mensaje del amor
Que Dios anuncia al pobre pecador.
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