El Amor de Dios
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amados a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10).
El amor verdadero es caracterizado por el sacrificio propio. En ningún lugar es esto más evidente que con el amor de Dios (Jn. 3:16). Es un amor sin causa, en el sentido de que no hay nada en los objetos amados que causara que Dios les amara. No somos amables por naturaleza, sino más bien aborrecibles (Tit. 3:3). Sin embargo, Él nos amó porque Él es amor, y porque Él escogió amarnos.
Este amor de Dios es incondicional. Con esto queremos decir que el amor divino no se basa en el amor del individuo a Él. No es un amor recíproco. Nuestro amor normalmente es en respuesta al amor que otro nos manifiesta. En el caso del amor de Dios, Él nos ha amado pese a la ausencia de amor de nuestra parte. Su amor no se condiciona sobre el amor nuestro a Él.
El amor de Dios es inmerecido. Puesto que Su amor es incondicional, no hay nada que podamos hacer para merecerlo. Muchos quieren creer que si se enderezan, o si limpian o arreglan sus vidas, entonces Dios les amará porque serán más atractivos. Ésta es una enseñanza errónea.
Para apreciar el amor de Dios debemos lograr comprender más cuál es nuestra propia gran pecaminosidad. Qué lástima que muchas personas, y entre ellas muchos creyentes, tienen un concepto muy pobre de lo pecaminoso que es el ser humano no regenerado. Se fijan en los pecados obvios de los demás, y hallan cosas que afirman que: “yo nunca haría esto”, o “yo no he hecho esto”. Y así no comienzan a ver lo pecaminoso que es su propio corazón. No es tanto lo que hemos hecho, sino lo que somos por naturaleza. Somos pecadores. El pecado mora en nosotros; somos torcidos, contaminados y perversos por naturaleza (véase Marcos 7:20-23). Así que, amados, el pecado no es sólo algo que hacemos, sino el estado natural de nuestro corazón, es nuestra forma de ser, nuestra naturaleza. No somos pecadores porque pecamos, antes al contrario, pecamos porque somos pecadores. Debemos meditar en esto, porque la diferencia entra las dos formas de pensar es muy grande. Con demasiada frecuencia no comprendemos que la carne no es mejor hoy que el día cuando nos convertimos. No sólo necesitamos perdón de nuestros pecados cometidos, sino también necesitamos ser limpiados y cambiados por dentro. La salvación hace más que perdonar unos cuantos hechos malos, porque es la conversión de la persona. Dios nos perdona, nos limpia, y nos transforma, nos da una naturaleza nueva, de modo que somos nuevas criaturas en Cristo (2 Co. 5:17).
Así que, aquellos que conocen su propia gran pecaminosidad son los que llegan a conocer y apreciar el amor de Dios (Lc. 15:21; Ro. 5:8). Los que sienten que no merecen el amor de Dios, llegan a conocerlo y ahora pueden apreciarlo (1 Jn. 4:16). “Conservaos en el amor de Dios” (Jud. 21).
Steve Hulshizer
traducido y adaptado de “Milk and Honey”, febrero 2002, con permiso
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“Esto, lo he hecho yo” (1 R. 12:24)
Las decepciones de la vida no son, en realidad, otra cosa más que los decretos del amor. “Hoy tengo algo que enseñarte” dice el Señor a cada uno de Sus redimidos afligidos. “Te lo diré suavemente al oído para que las tempestades que te puedan sobrevenir no te atemoricen, y para que las espinas sobra las cuales tienes que andar te hagan menos daño. Es una frase corta: déjala que se introduzca hasta lo más profundo de tu corazón, para que te sirva de almohada para tu cabeza cansada: “Esto, lo he hecho yo”.
¿Ha pensado alguna vez que todo lo que importa a ti me importa a mí también? “El que os toca, toca la niña de su ojo” (Zac. 2:8). “A mis ojos fuiste de gran estima...y yo te amé” (Is. 43:4). Por eso me da tanto gusto formarte. Cuando la tentación te ataca y el enemigo se te acerca, “como río” (Is. 59:19), quiero manifestarte que “esto, lo he hecho yo”. Dirijo todas tus circunstancias. No es por casualidad que estás en el lugar donde te encuentras, sino porque lo he escogido para ti.
¿No has podido llegar a ser humilde? Pues yo te he puesto en la escuela misma donde se aprende esta lección. Por medio de lo que te rodea y de las personas que te acompañan mi voluntad ha de realizarse en ti. ¿Tienes problemas materiales? ¿Encuentras difícil vivir con lo que tienes? “Esto, lo he hecho yo”, porque soy quien lo posee todo. Quisiera que lo recibieras todo de mí y que dependieras enteramente de mí. “Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria” (Fil. 4:19). Pon a prueba mis promesas y que no se pueda decir de ti como fue dicho de Israel en el desierto: “Aun con esto no creísteis a Jehová vuestro Dios”.
¿Pasas por noches de aflicción? “Esto, lo he hecho yo”. Yo, que fui “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:5), te he dejado sin sostén humano para que, viniendo a mí, conozcas “consolación eterna” (2 Ts. 2:16-17). ¿Te ha decepcionado un amigo a quien solías revelar tu corazón? “Esto, lo he hecho yo”. He permitido esta decepción para que aprendas que Jesús es tu mejor Amigo. Es Él quien te guarda para que no caigas, que sostiene tu alma en sus luchas. Él es tu escudo, tu victoria. Quiere ser tu Confidente, tu Pastor, tu Guía.
¿Alguien te ha calumniado? Deja que me ocupe de esto y ven a refugiarte bajo la sombra de mis alas, “a cubierto de la contención de lenguas” (Sal. 31:20). Haré manifestar “tu justicia como la luz, y tu derecho como el mediodía” (Sal. 37:6). ¿Se han trastornado tus proyectos? ¿Estás decaído y cansado? “Esto, lo he hecho yo”. ¿Has hecho planes, y has venido a pedirme que los bendiga, mientras quería prepararlos para ti y tomar la responsabilidad yo mismo, “porque el trabajo es demasiado pesado para ti; no podrás hacerlo tú solo”? (Éx. 18:18). No eres más que un instrumento; no eres el que lo utiliza.
¿Con ardor deseabas hacer alguna obra importante para mí, y en vez de poder cumplir tu deseo, has sido apartado sobre un lecho de dolor y de impotencia? “Esto, lo he hecho yo”. Mientras estabas tan activo no podía llamar tu atención. Ahora quiero enseñarte algunas de mis lecciones más profundas. Solamente los que han aprendido a esperar con paciencia pueden servirme. Mis obreros más eficaces son, a veces, los que son obligados a dejar un servicio activo para que aprendan a manejar el arma de la oración. ¿Te encuentras llamado, de repente, a ocupar un puesto difícil y lleno de responsabilidad? Sigue adelante, contando conmigo. Si te confío este puesto importante, es para hacerte experimentar la verdad de mi Palabra: “Te bendecirá Jehová tu Dios en todos tus hechos, y en todo lo que emprendas” (Dt. 15:10).
Hoy pongo en tus manos “un poco de aceite en una vasija” y “un puñado de harina” (1 R. 17:12), para que los utilices sin temor. Que todas las circunstancias que se presenten en tu camino, que toda palabra ingrata que hiera tu oído, que cada interrupción que debilita tu paciencia y que toda manifestación de tu propia flaqueza te encuentren bien provisto de estos recursos divinos. Acuérdate que todas estas pruebas son parte de la educación del Padre. Las heridas que causan se sanarán más rápidamente a medida que aprendas a verme a mí en todas las cosas. Porque “por todas estas cosas los hombres vivirán, y en todas ellas está la vida de mi espíritu” (Is. 38:16). “Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies...Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:12-14). “Aplicad vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy” (Dt. 32:46).
Cuando echamos un vistazo a nuestra vida pasada, no podemos hacer otra cosa que bendecir al Señor por todas las pruebas que nos han acontecido.
El orgullo y la resistencia estoica al sufrimiento no nos convienen. No es así cómo nuestras almas son llevadas a Dios, sino todo lo contrario, de esta manera se mantienen distanciadas de Él. Cuando el dolor es completo, nos da una intimidad completa con Él, quien tiene el poder para socorrernos; entonces encontramos verdaderamente nuestra bendición en Dios.
Vendrá un tiempo en el cual todos nuestros sufrimientos llegarán a su fin, pero nuestro Amigo permanecerá. Su amor ha sido puesto a prueba. Ha entrado en las angustias más profundas de nuestros corazones y quiere hacernos compartir Su gozo para siempre.
J. N. Darby (de un tratado editado por Ediciones Bíblicas, 1166 Perroy, Suiza)
Gracias al hno. Benedicto L. Alonso en Valencia por enviarnos este tratado.
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NOTA: En su artículo Darby contempla aquellas cosas que Dios manda o permite para corregirnos y enseñarnos. Su texto principal viene de 1 Reyes y una situación muy concreta en la historia de Roboam, cuando Dios le informó de Su intervención. No siempre es así en todos los casos, ni debemos culparle a Dios por todo lo que sucede. Tengamos discernimiento y sabiduría en todo.
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Por qué estamos en el mundo? ¿Por qué tenemos que sufrir?¿Cuál es el significado de la vida?
"CONÓCETE A TI MISMO". Estas son palabras de sabiduría que han llegado hasta nosotros desde los tiempos de los griegos ilustres como Sócrates. Todavía, después de 24 siglos, tienen aplicación en el mundo moderno. La preocupación por conocer la personalidad humana, se ve todos los días en el interés casi fanático que mucha gente tiene en los horóscopos, la magia negra, la profecía y todo tipo de análisis.
Muchos se ríen de la quiromancia, o sea la adivinación por las rayas de la mano, pero con cierta curiosidad infantil permiten que una gitana les adivine la suerte. Casi no existe una persona que no haya deseado sondear los secretos escondidos en los trozos de una escritura, en los sueños y en las emociones. El famoso dicho de los griegos apunta al deseo universal del hombre de conocerse a sí mismo y conocer el futuro.
Pero aún antes de los griegos, las Sagradas Escrituras ofrecieron el análisis que todo el mundo desea. La Biblia habla acerca del hombre desde el punto de vista de Dios y da respuestas a muchos interrogantes, como los siguientes: ¿Por qué estamos en el mundo? ¿Cuál es el secreto de la felicidad? ¿Por qué a veces nos sentimos aburridos, deprimidos o inútiles? ¿Por qué tenemos que sufrir? ¿Cuál es el significado de la vida?
La Biblia es como un espejo. Mientras uno lee o escucha sus palabras con tranquilidad y sinceridad, comienza a verse, a conocerse y entenderse. No es tan difícil entender el mensaje de la Biblia, como muchos creen. En el libro de los Salmos dice acerca de este libro: "La exposición de tus palabras ilumina, instruye a la gente sencilla" (Salmo 119:130).
Es por esta enseñanza e inspiración que miles de personas leen diariamente la Biblia y la consideran como la guía infalible para sus vidas. En los últimos años, hasta incluso muchos médicos aconsejan la lectura de la Biblia para resolver problemas emocionales, obteniéndose muy buenos resultados.
Pero, por supuesto, nunca es suficiente verse en el espejo. El retrato que vemos reflejado desde las páginas sagradas realmente no es nada bonito. Hay que hacer algo para remediar los defectos. El apóstol Santiago escribió: "El que solamente oye el mensaje, y no lo practica, es como el hombre que se mira en un espejo: se ve a sí mismo, pero en cuanto da la vuelta se olvida de cómo es. Pero el que no olvida lo que oye, sino que se fija atentamente en la ley perfecta, que es la ley que nos trae libertad, y permanece firme cumpliendo lo que ella manda, será feliz en lo que hace" (Santiago 1:23-25).
Y esta Palabra divina penetra muy hondo. Discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebreos 4:12). No sólo lleva a la persona a reconocer y luego confesar sus pecados, sino también le ayuda a percibir una parte más profunda de su personalidad, es decir las fuentes contaminadas de donde salen los hechos (lee S. Marcos 7:20-23). No sólo aclara lo que hacemos, sino cómo somos (lee el primer capítulo de Romanos). Y eso requiere una solución de fondo.
La meditación sincera en el mensaje de la Biblia debe llevamos a una comunicación personal con Dios, quien es su autor. Es imposible leer la Biblia con sinceridad durante mucho tiempo sin dirigirse a Dios en oración auténtica. Y cuando uno invoca su nombre, descubre que él está cerca. En ese momento uno se conoce a sí mismo y al Dios que lo creó.
de un viejo número de "La Voz"
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JESUCRISTO ES EL SEÑOR
“Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús” (2 Co. 4:5).
Si preguntara a cualquier congregación un domingo por la mañana: “¿Creéis en el señorío de Jesucristo?”, seguramente la respuesta sería afirmativa. Pero si preguntara a cada uno individualmente: “¿Es Jesucristo el Señor de todo lo que eres y todo lo que tienes?”, ¡probablemente pasaríamos una mañana incómoda y reveladora! Cualquier congregación puede cantar: “¡A Cristo coronad!”, pero no todos los que le coronan así con sus labios le harían Señor de su vida.
Un predicador habló de “verdades que nombramos tanto que pierden el poder de la verdad y yacen en el dormitorio del alma”. El señorío de Cristo es una de estas verdades. Un escritor dice que la palabra “Señor” es una de las palabras más inertes en todo el vocabulario cristiano. Sin embargo, A.T. Robertson dijo que el señorío de Cristo es la piedra de toque de nuestra fe, y G. Campbell Morgan lo llamó: “la verdad central de la iglesia”.
El señorío de Cristo fue la confesión inicial de la iglesia. “...Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Ro. 10:9). Cuando un judío convertido en la iglesia primitiva decía: “Jesús es el Señor”, esto significaba que Jesús es Dios, y cuando un creyente gentil decía: “Jesús es el Señor”, quería decir que César ya no era su dios. Policarpo fue a su muerte afirmando el señorío de Cristo por encima de lo que César reclamaba. El Nuevo Testamento nunca dice: “Cristo y . . .”, porque nunca se necesita añadir nada a Jesucristo. Él es el Alfa y la Omega, y todas las letras del alfabeto entre ellas. La forma correcta de hablar es “Cristo o . . . el mundo, Cristo o Belial, Cristo o Egipto, Cristo o César”. El cristianismo primitivo demandaba una rotura limpia y completa con el mundo, la carne y el diablo. Esta postura duró hasta que Constantino hizo que el cristianismo fuese popular y de moda. Entonces multitudes de paganos entraron livianamente, trayendo consigo sus ídolos y sus pecados, y la iglesia bajó el listón para acomodarlos. Nunca nos hemos recuperado de ese error. Hoy en día, aunque César está muerto, demasiados miembros de iglesias intentan servir a dos señores, a César y a Cristo, a Dios y a las riquezas. Las iglesias están llenas de paganos bautizados que viven vidas dobles, que juegan con dos barajas, que temen al Señor y sirven a sus propios dioses, acercándose a Dios con la boca y honrándole con sus labios. Le llaman “Señor, Señor”, pero no hacen lo que Él les dice. No sólo debemos adorar al Señor el domingo, sino que también debemos servirle toda la semana.
El señorío de Cristo es la confesión auténtica del cristiano. “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. 12:3). Llamar a Jesús Señor es la obra auténtica del Espíritu Santo, porque el viejo Adán nunca se dobla ante el señorío de Cristo. Hoy en día hemos creado una distinción artificial entre confiar en Cristo como Salvador y confesarle como Señor. Hemos hecho dos experiencias de algo que es una sola. Así que, hay mucha gente que ha “aceptado a Cristo” para no tener que ir al infierno y para poder ir al cielo, pero que no se preocupan en absoluto por reconocerle como Señor de sus vidas. La salvación no es como un restaurante de auto-servicio donde cada uno toma una bandeja, escoge lo que quiere y deja lo demás. No podemos tomar a Cristo como Salvador y dejar Su señorío. No podemos ser salvos poco a poco, como una letra que se paga cada mes, o con los dedos cruzados y reservas internas, como si pudiéramos tomar a Cristo “condicionalmente” o “en consigna”. Cierto es que uno a lo mejor no entiende todo lo que viene incluido en una conversión, pero nadie puede ser salvo tomando conscientemente a Cristo como Salvador y rechazándole como Señor. Pablo dijo al carcelero en Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Le presentó todos los tres nombres de nuestro Señor, como Maestro, Mediador y Mesías. Al carcelero no le dio la opción de recibir a Cristo como Salvador y pensarse lo de Su señorío o dejarlo para el futuro.
Sólo tenemos una opción: podemos recibir al Señor o rechazarlo. Pero una vez que le recibamos, ya no nos queda opción. Entonces no somos nuestros, pues hemos sido comprados por precio. Somos Suyos. Él tiene la primera palabra y la última. Él demanda absoluta lealtad más allá de todo dictador terrenal, pero tiene derecho a hacerlo. “Amor tan grande y divino demanda mi alma, mi vida, todo mi ser”. ¡Qué necio decir: “nadie me va a decir cuánto tengo que dar, y qué tengo que hacer!” ¡Ya se nos ha dicho! Somos Suyos y Su Palabra es final.
Vine a Cristo como un joven campesino. No entendía todo acerca del plan de la salvación. No tenemos que entenderlo todo, pero sí, tenemos que confiar en el Señor. No entiendo todo acerca de la electricidad, ¡pero no pienso vivir en la oscuridad hasta que la entienda del todo! Una cosa sí entendí como joven: entendí que estaba bajo dirección nueva. Pertenecía a Cristo y Él era mi Señor.
He aquí la razón por la triste condición de muchos cristianos e iglesias. Hay una versión barata y fácil de “fe” que no cree, y una forma de “recibir” que no recibe al Señor, en la que no se confiesa a Jesucristo como el Señor. Es significativo que la palabra “Salvador” aparece sólo 24 veces en el Nuevo Testamento, pero la palabra “Señor” se halla 433 veces.
El cristiano es un creyente, un discípulo y un testigo. Debería venir a ser todos los tres a la vez y serlos todo el tiempo. Los creyentes fueron llamados “discípulos” antes que “cristianos”. La gran comisión nos llama a hacer “discípulos”. Dios no está obrando sólo para salvar a los pecadores, sino también para hacer santos de ellos. La crisis de conversión es seguida por una continuación de vida. “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn.8:31). Pedro todavía era creyente pero no discípulo después de negar a su Señor, hasta que fue restaurado con la palabra: “sígueme”, dicha en Tiberias. El ángel en el sepulcro dijo: “Id, decid a sus discípulos, y a Pedro” (Mr. 16:7). El creyente viene a Cristo; luego como discípulo viene en pos de Él. Algunos salen a favor de Cristo, pero después se quedan parados. Dan un paso, pero no siguen caminando. Escuché a un misionero decir que muchos de nosotros cantamos: “Todas las promesas del Señor Jesús...”, pero no hacemos nada con ellas excepto sentarnos encima.
El nacimiento de un niño es un evento importante, pero después de esto cuesta veinte años hacer un hombre o una mujer de aquel bebé. La evangelización es una tarea emocionante, pero sólo es el principio. El creyente tiene que ser desarrollado como discípulo y testigo. En el camino a Damasco Saulo comenzó bien: “¿Quién eres, Señor?” “Señor, ¿qué quieres que haga?” Comenzó confesando que Jesucristo es el Señor. Tomás exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” Juan Wesley dijo que después de las reuniones en Aldersgate, una mañana despertó con “Jesús, Señor” en su corazón y boca. El Espíritu Santo había hecho Su trabajo. El Dr. E. Y. Mullins dijo que al presentarse para ser recibido en comunión como miembro de una iglesia, “...la fe en Cristo y la aceptación de Su señorío son condiciones imprescindibles”.
La salvación es gratuita. El don de Dios es vida eterna. No es barato porque a Dios le costó Su Hijo, y al Hijo le costó la vida, pero es gratuita. No obstante, cuando creemos, de ahí en adelante somos discípulos, y esto nos costará todo lo que tenemos. Nuestro Señor perdió algunos de los mejores discípulos prospectivos en este punto. Aparentemente perdió a tres en los últimos seis versículos del capítulo 9 de Lucas. Perdió al joven rico. ¡Qué logro hubiera sido éste! Tenía modales, porque vino arrodillándose. Tenía moral porque guardaba los mandamientos. Tenía dinero, porque no quería deshacerse de él. Hubiera sido una “pesca” buena, pero el Señor no le pescó. Cuando los enfermos y pecadores venían a Jesús, Él les trataba con ternura. Pero a los seguidores prospectivos les dio un reto serio: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Lc. 9:60). “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lc. 9:62). A la multitud Él dijo tres veces: “no puede”, respecto al discipulado (Lc. 14:25-33). Pero nuestro Señor buscaba discípulos, no a meros “miembros”. A muchos les gusta hacerse socios y miembros. Si les das un pin en la solapa y un certificado, se harán socios de cualquier cosa. Nosotros hubiéramos recibido al joven rico en la iglesia inmediatamente y le hubiéramos hecho el tesorero, pero el Señor exigía que el joven le tomara en serio.
El Nuevo Testamento enseña no sólo la fe en Cristo sino el seguir a Cristo. “Venid a mí” es una invitación al creyente prospectivo. Pero “aprended de mí” es cómo se hacen discípulos. La Palabra de Dios no conoce esta variedad extraña de “cristianos” que están dispuestos a tomar a Cristo como Salvador pero no quieren confesarle como Señor. Él no es sólo el Salvador del alma, sino también el Señor de la vida.
El señorío de Cristo será la última confesión de la creación. Se nos dice que un día toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor para la gloria de Dios Padre (Fil. 2:9-11). Yo no pregunto al pecador: “¿Confesarás a Jesús como el Señor?”, porque tiene que hacerlo, tarde o temprano. Yo le pregunto: “¿Cuándo le confesarás como Señor, ahora cuando puedes vivir para Él, o más allá de la tumba cuando será demasiado tarde?” Una empresa tenía como lema en su publicidad: “Finalmente, sí, entonces ¿por qué no ahora?” Finalmente toda lengua confesará a Jesucristo como el Señor, en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Pero, ¿por qué no ahora?
¿Es Él tu Señor? ¿Es Señor de tu cuerpo, tus pensamientos, tu lengua, tu temperamento, tu tiempo libre, tus planes para tu vida, tu cartera, tu vida eclesial, tu recreo, de lo que escuchas en la radio y ves en la tele? Su señorío cubre todo desde comer y beber hasta los problemas a nivel mundial. Pero no es una servidumbre, sino una libertad, porque “...donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17). Somos libres para hacer todo lo que es bueno y justo, en nuestra relación con Dios, con nosotros mismos y con todos los demás.
El corazón del avivamiento, de la vida cristiana más profunda, del cristianismo verdadero, es reconocer que Jesús es el Señor, tu Señor, y someterte a Él en fe y amor. ¿Lo has hecho?
Vance Havner, de su libro “Repent or Else” (“Arrepiéntete, y si no...”), 1958, Fleming H. Revell Company. Traducido y adaptado por Carlos Tomás Knott.
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