¿SOMOS SEGUIDORES DEL SEÑOR JESUCRISTO?
“Señor, te seguiré adondequiera que vayas” (Lucas 9:57).
Aveces pienso que hablamos y cantamos con demasiada ligereza acerca del señorío de Cristo, del compromiso total y de la rendición absoluta.
Repetimos como loros frases cortas e ingeniosas como: “Si Él no es el Señor absoluto, entonces no es Señor en absoluto”. Cantamos: “Todo a Cristo yo me rindo, lo que tengo, lo que soy”. Actuamos como si el compromiso total implicara poco más que asistir a la reunión de iglesia cada domingo por la mañana.
No es que no seamos sinceros, sino que no nos damos cuenta de todo lo que implica. Si reconociéramos el señorío de Cristo, estaríamos dispuestos a seguirle en la pobreza, el rechazo, el sufrimiento y aun la muerte.
“Algunos desmayan ante la vista de la sangre. Un día un joven entusiasta vino a Jesús con los propósitos más excelentes en su corazón. Dijo: “Señor, te seguiré adondequiera que vayas”. No podría haber nada más excelente. Pero Jesús no se emocionó. Sabía que aquel joven no entendía todo lo que implicaba su promesa. Respondió explicando que Él mismo no era sino un hombre sin hogar y que como las zorras, tendría que dormir a la intemperie en la montaña. Le mostró la cruz con un poco de carmesí sobre ella y frente a esto, el que estaba tan ansioso cayó en una palidez mortal. Suspiraba por sus bienes; el precio era más alto de lo que estaba dispuesto a pagar. Esto ocurre con mucha frecuencia. Algunos de vosotros no estáis en la batalla, no por falta de atractivo en el llamado de Cristo, sino porque teméis una pequeña pérdida de sangre. Por lo tanto decís gimoteando: ‘de no ser por estas infames pistolas, yo habría sido soldado’” (Chappell).
Si Jesús no se emocionó cuando el joven de Lucas 9 se ofreció a ir con Él todo el tiempo, estoy seguro de que sí se emocionó cuando Jim Elliot escribió en su diario: “Si salvara la sangre de mi vida, negándome a derramarla como un sacrificio, oponiéndome al ejemplo de mi Señor, entonces he de sentir el pedernal del rostro de Dios puesto contra mi objetivo. Padre, toma mi vida, ¡sí!, mi sangre, si así lo deseas, y consúmela con Tu fuego arrollador. No la salvaría, pues no me corresponde a mí salvarla. Tómala, Señor, tómala toda. Derrama mi vida como una oblación por el mundo. La sangre tan sólo tiene valor cuando fluye sobre Tus altares”.
Cuando leemos palabras como éstas, y recordamos que Jim derramó su sangre como mártir en Ecuador, algunos de nosotros nos damos cuenta de cuán poco sabemos de rendición absoluta. William MacDonald
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EL ORIGEN DE LA NAVIDAD NO ES CRISTIANO
La humanidad, de una u otra manera, siempre ha celebrado la Navidad. Así, no es casual que el nacimiento de los principales dioses solares de las culturas agrarias precristianas (Osiris, Horus, Mitra, Dionisio, Baco, etc.) se produjera en el solsticio de invierno. En los pueblos germánicos y galos, menos romanizados que sus vecinos, las ceremonias de adoración al Sol y a las fuerzas ocultas de la Naturaleza se realizaban a finales de diciembre y principios del nuevo año hasta bien entrada la Edad Media. Caldeos, egipcios, cananeos, persas, fenicios, hindúes, aztecas... La práctica totalidad de los pueblos han venerado al dios solar con la llegada del invierno. Y así hasta la llegada de Jesucristo, aunque no fue hasta el Concilio de Nicea (año 325 d.C.) cuando se declara oficialmente que es una divinidad y se fija como fecha de su natalicio la de la noche del 24 al 25 de diciembre, coincidiendo con el Nacimiento del Dios Invencible romano.Pero si hay una historia que destila magia y misterio es la de los Reyes Magos. En el Nuevo Testamento sólo San Mateo habla de ellos; la posteridad se ha encargado de que ocupen el altísimo concepto que los niños tienen de ellos. Hasta el siglo IV de nuestra era su número variaba entre dos, cuatro, seis o incluso doce, aunque la cifra acabó por reducirse hasta tres. Otras curiosidades: Baltasar no fue negro hasta el siglo XVI. A los tres monarcas de los regalos se les ha identificado con los hijos de Noé, los reyes Sem, Cam y Jafet, que representaban a las tres razas que poblaban el mundo: Melchor, el más anciano, cano y portador del oro, a los europeos; el rubio Gaspar, que ofrenda al Niño Jesús incienso, a los semitas de Asia; y Baltasar, de piel oscura, barba y que lleva consigo la mirra, a los africanos. La tradición de los juguetes no se extendió hasta mediados del siglo XIX. Antes, Caspar repartía golosinas, miel y frutos secos; Melchor ropa y zapatos, y Baltasar hacía de malo al castigar a los menores con carbón, no precisamente el dulce que se prodiga hoy.
*extracto del artículo por José de la Fuente, revista secular, PAISAJES (RENFE), dic. 2004
¡Aun los incrédulos reconocen el origen mundano de la fiesta! Esto debe reprender y avergonzar a los creyentes que desean celebrarla como si fuese algo cristiano.
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El Cambio del Sacerdocio
(parte II)
El Cambio del Sacerdocio
(parte II)
Hebreos 5:1-4 habla acerca de los requisitos y los propósitos de los sumo sacerdotes humanos. En primer lugar, todo sumo sacerdote era: “tomado de entre los hombres”, esto es divinamente tomado y designado. El versículo 4 afirma: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón”. De entrada vemos que el sacerdocio no es una vocación, no puede uno elegir ser sacerdote como oficio o carrera, proseguir sus estudios, aprobar sus exámenes, tomar sus votos, ser ordenado y comenzar a oficiar y gozar de los privilegios de sacerdote. Este modelo es del mundo, pero no de Dios.
Segundo, versículo 1 dice que el sumo sacerdote es constituido: “a favor de los hombres, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados”. Esto es lo que los sacerdotes católico romanos pretenden hacer. Y verdad es que los seres humanos necesitamos a alguien que nos represente delante de Dios como mediador. Pero ese “alguien” no es el Papa, ni el resto de la curia romana, ni los santos, ni los ángeles, ni María.
Cuando Dios quitó el sacerdocio de la casa de Aarón y la tribu de Leví, no lo reemplazó con otro sacerdocio humano, igualmente débil e ineficaz (He. 7:18). Puso en lugar de aquellos sacerdotes a uno que es perfecto, y cuyo oficio no termina nunca. “Juró el Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. En el orden de Melquisedec sólo hay uno ahora, y es el Señor Jesucristo mismo, quien vive: “según el poder de una vida indestructible” (He. 7:16). El Señor Jesús cumple los dos requisitos básicos, de (1) comunión con los hombres y (2) autoridad de Dios. Cuando se encarnó, se identificó con nosotros: “estando en condición de hombre” (Fil. 2:8). Y el Espíritu Santo cita en Hebreos 5:5-6 dos textos del Antiguo Testamento que demuestran que Jesucristo tenía (y tiene) autoridad de Dios: Salmo 2:7 y Salmo 110:4. En Su estilo magistral, porque es el Espíritu Santo y no la Iglesia Católica quien tiene el Magisterio, el Espíritu se sirve del Antiguo Testamento, la única Sagrada Escritura reconocida por los judíos, para enseñar que Jesucristo tiene esta autoridad. “Tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (He. 5:5-6). El versículo 10 lo afirma otra vez: “y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec”. ¿Más claro? ¡Agua!
¡Cuánto nos gustaría, y cuánto le gustaría al Señor Jesucristo, que nuestros amigos católico romanos se dieran cuenta del gran engaño y la usurpación que su sistema religioso ha hecho. ¿Dónde ha declarado Dios tan clara e inconfundiblemente que el Papa es el sumo sacerdote, el “sumo pontífice”, el “vicario”, que sirve de puente y portavoz entre Dios y los hombres? En ningún lugar en la Biblia. Fuera de ella Roma puede citar las fuentes que quiera, pero dentro de la Biblia es donde Dios habla y expone para nosotros Su Santa voluntad. El sacerdocio levítico y de Aarón fue “abrogado” (He. 7:12), pero no para hacer lugar a otra clase especial de sacerdotes humanos oficiando en la cuestión del perdón de los pecados. “Porque la ley constituye sumos sacerdotes a débiles hombres; pero la palabra del juramento, posterior a la ley, al Hijo, hecho perfecto para siempre” (He. 7:28).
¡Sería una redundancia ridícula si ahora, con semejante mediador y sumo sacerdote como tenemos en el Señor Jesús, nos pusiéramos a ordenar de nuevo a unos hombres, meros seres humanos, con su debilidad mortal (He. 7:23)! ¿Un mediador entre el Mediador y los hombres? ¡Qué razonamiento más torcido! “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). Amigo lector, ¿es Jesucristo suficiente para ti? Si no lo es, entonces realmente no has llegado a comprender y creer en el Jesucristo del evangelio, ni tienes vida eterna. Pero cuando uno viene a Cristo, recibe perdón completo y obtiene en Él un perfecto y eterno mediador, ¿qué le pueden ofrecer unos débiles sacerdotes que sólo han sido constituidos por Roma? Absolutamente nada.
Dios declara qué clase de sacerdote nos conviene ahora, en lugar de Aarón y los de su casa: “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos, que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo”. ¡Como sacerdote nadie menos que Jesucristo nos conviene! ¡Y por declaración divina (no romana), es así, gracias a Dios! “Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario” (He. 8:1-2) y es el Señor Jesús. ¡Él intercede por nosotros! ¡Él ha ofrecido ya una vez para siempre un sólo sacrificio, tan eficaz y sublime que ya ha terminado con la cuestión de los pecados de todos los que creen en Él! ¿Cómo lo sabemos? ¡Porque en lugar de quedarse en la cruz (como representa el crucifijo), o en la tumba, Él resucitó, vive y está sentado a la diestra de Dios! ¿Acaso hay intercesor o ministro mejor que él? Si dijéramos que sí, sería una blasfemia. Dios cambió el sacerdocio, pero puso al Señor Jesucristo para siempre, y no a los hombres ordenados por Roma.
Segundo, versículo 1 dice que el sumo sacerdote es constituido: “a favor de los hombres, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados”. Esto es lo que los sacerdotes católico romanos pretenden hacer. Y verdad es que los seres humanos necesitamos a alguien que nos represente delante de Dios como mediador. Pero ese “alguien” no es el Papa, ni el resto de la curia romana, ni los santos, ni los ángeles, ni María.
Cuando Dios quitó el sacerdocio de la casa de Aarón y la tribu de Leví, no lo reemplazó con otro sacerdocio humano, igualmente débil e ineficaz (He. 7:18). Puso en lugar de aquellos sacerdotes a uno que es perfecto, y cuyo oficio no termina nunca. “Juró el Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. En el orden de Melquisedec sólo hay uno ahora, y es el Señor Jesucristo mismo, quien vive: “según el poder de una vida indestructible” (He. 7:16). El Señor Jesús cumple los dos requisitos básicos, de (1) comunión con los hombres y (2) autoridad de Dios. Cuando se encarnó, se identificó con nosotros: “estando en condición de hombre” (Fil. 2:8). Y el Espíritu Santo cita en Hebreos 5:5-6 dos textos del Antiguo Testamento que demuestran que Jesucristo tenía (y tiene) autoridad de Dios: Salmo 2:7 y Salmo 110:4. En Su estilo magistral, porque es el Espíritu Santo y no la Iglesia Católica quien tiene el Magisterio, el Espíritu se sirve del Antiguo Testamento, la única Sagrada Escritura reconocida por los judíos, para enseñar que Jesucristo tiene esta autoridad. “Tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (He. 5:5-6). El versículo 10 lo afirma otra vez: “y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec”. ¿Más claro? ¡Agua!
¡Cuánto nos gustaría, y cuánto le gustaría al Señor Jesucristo, que nuestros amigos católico romanos se dieran cuenta del gran engaño y la usurpación que su sistema religioso ha hecho. ¿Dónde ha declarado Dios tan clara e inconfundiblemente que el Papa es el sumo sacerdote, el “sumo pontífice”, el “vicario”, que sirve de puente y portavoz entre Dios y los hombres? En ningún lugar en la Biblia. Fuera de ella Roma puede citar las fuentes que quiera, pero dentro de la Biblia es donde Dios habla y expone para nosotros Su Santa voluntad. El sacerdocio levítico y de Aarón fue “abrogado” (He. 7:12), pero no para hacer lugar a otra clase especial de sacerdotes humanos oficiando en la cuestión del perdón de los pecados. “Porque la ley constituye sumos sacerdotes a débiles hombres; pero la palabra del juramento, posterior a la ley, al Hijo, hecho perfecto para siempre” (He. 7:28).
¡Sería una redundancia ridícula si ahora, con semejante mediador y sumo sacerdote como tenemos en el Señor Jesús, nos pusiéramos a ordenar de nuevo a unos hombres, meros seres humanos, con su debilidad mortal (He. 7:23)! ¿Un mediador entre el Mediador y los hombres? ¡Qué razonamiento más torcido! “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). Amigo lector, ¿es Jesucristo suficiente para ti? Si no lo es, entonces realmente no has llegado a comprender y creer en el Jesucristo del evangelio, ni tienes vida eterna. Pero cuando uno viene a Cristo, recibe perdón completo y obtiene en Él un perfecto y eterno mediador, ¿qué le pueden ofrecer unos débiles sacerdotes que sólo han sido constituidos por Roma? Absolutamente nada.
Dios declara qué clase de sacerdote nos conviene ahora, en lugar de Aarón y los de su casa: “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos, que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo”. ¡Como sacerdote nadie menos que Jesucristo nos conviene! ¡Y por declaración divina (no romana), es así, gracias a Dios! “Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario” (He. 8:1-2) y es el Señor Jesús. ¡Él intercede por nosotros! ¡Él ha ofrecido ya una vez para siempre un sólo sacrificio, tan eficaz y sublime que ya ha terminado con la cuestión de los pecados de todos los que creen en Él! ¿Cómo lo sabemos? ¡Porque en lugar de quedarse en la cruz (como representa el crucifijo), o en la tumba, Él resucitó, vive y está sentado a la diestra de Dios! ¿Acaso hay intercesor o ministro mejor que él? Si dijéramos que sí, sería una blasfemia. Dios cambió el sacerdocio, pero puso al Señor Jesucristo para siempre, y no a los hombres ordenados por Roma.
Carlos Tomás Knott
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