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viernes, 1 de junio de 2012

EN ESTO PENSAD -- junio 2012


Deuteronomio y El Camino De Bendición

El nombre hebreo del quinto libro de Moisés es “Haddeb-harm” que significa “las palabras”. Es tomado del versículo 1 del libro: “Estas son las palabras que habló Moisés...”  El título “Deuteronomio” viene de dos palabras griegas que juntas significan “segunda ley”. El libro contiene una nueva exposición de la ley, dada por el Señor a una generación anterior, y ahora repetida por Moisés a la generación de Israel que entraría en la tierra de Canaán. El libro no se trata de una nueva ley, sino de una explicación de la que ya había sido dada. Así es que nosotros los creyentes necesitamos también la repetición de las Palabras de Dios. Tendemos a ser olvidadizos y es bueno que alguien nos recuerda y reitera lo que Dios ha dicho. Es para nuestro bien.
El pueblo todavía estaba en el otro lado del Jordán, en el desierto, en la llanura al lado del Mar Muerto. El segundo versículo del libro da una sinopsis de la incredulidad de Israel. Un viaje de once días se cambió en cuarenta años vagando, debido a la incredulidad. Ahora en Deuteronomio Moisés expone la ley en preparación para la entrada de la nación en la Tierra Prometida. Cuántas veces ha pasado en la experiencia de creyentes, que pasan la mayor parte de su vida vagando sin propósito ni bendición porque se empeñan en salirse con la suya, en andar en sus propios consejos, en lugar de seguir las instrucciones divinas.
En capítulo 5 de Deuteronomio, todo Israel se congrega para oír los estatutos y juicios del anciano siervo de Dios, Moisés. El principio de su discurso contiene las cuatro palabras claves del libro: “oír”, “aprende”, “guarda” y “poner por obra”. Son términos característicos del libro. Las demandas del Señor a Su pueblo todavía son importantes para nosotros. En el Nuevo Testamento todas estas cuatro claves aparecen. Por ejemplo, en Santiago 1:22 se nos exhorta a ser hacedores de la Palabra, no tan solamente oidores. Además de congregarnos, debemos tomar nota, esforzarnos para recordar y poner por obra lo que la Palabra de Dios dice. La obediencia de fe siempre ha sido y todavía es el camino de la bendición. De los que asisten a las reuniones, ¿cuántos son hacedores de la Palabra?
Oír es prestar atención. Para oír hay que estar presente, y hay quienes no asisten con regularidad y por eso ni siquiera oyen. Otros vienen a las reuniones pero no oyen bien. Se miran unos a otros. Miran para ver quién entra y quién sale. Cualquier cosa les distrae. Y cabe decir aquí que procuremos eliminar las distracciones cuando sea posible. Convendría eliminar los ruidos de la calle en algunos casos, cerrando las ventanas y poniendo buena ventilación o aire acondicionado, para que se escuche bien la predicación. O poner micrófono y altavoces. Y los niños deben estar sentados y callados en las reuniones, pues es responsabilidad de sus padres, y es tener en consideración a los demás hermanos que quieren oír la Palabra. Pero oír bien requiere esfuerzo personal.  Nuestro cuerpo puede estar presente en la reunión, pero nuestra mente ausente, divagando, pensando en otras cosas, en casa, la cocina, en el negocio, en otras obligaciones, etc. Debemos acudir para oír bien, prestar atención y concentrarnos.
Aprender es entender y recordar. Hay quienes oyen pero no aprenden. Hay que poner mente en las cosas, meditarlas para entenderlas. Está comprobado que parte del método para aprender bien es tomar apuntes y repasarlos. Los buenos alumnos hacen esto en las escuelas. Pero qué pocos cristianos vienen a una reunión preparados para aprender, qué pocos toman apuntes, repasan luego la enseñanza o vienen a hacer preguntas al maestro buscando aclaraciones para mejor entender. Parece que a muchos les entra por un oído y les sale por el otro, y después de la reunión se acuerdan de bien poco. El Señor mandó a Sus discípulos ir y hacer discípulos, y dijo: “enseñándoles” (Mt. 28:19-20). Entonces, hay quienes tienen el don espiritual de maestro, y es para que el pueblo aprenda. ¿Sólo oímos, o nos esforzamos para aprender? Haz la prueba – media hora después de la reunión – pregunta de qué se acuerda cada uno y procura repasar la enseñanza en conversación, para no olvidarla.
Guardar y poner por obra señalan la aplicación personal. La Palabra de Dios no es para informarnos solamente, sino para cambiarnos, para dirigir nuestros pensamientos y nuestro comportamiento. Por eso Mateo 28:20 dice, “Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”. La enseñanza que Cristo manda no es sólo la recitación de información importante, como bosquejos de doctrina sana, sino que incluye énfasis en la obediencia, en la aplicación, en cómo ponerlo por obra en nuestra vida cotidiana, en nuestro carácter y caminar. “Lámpara es a mis pies tu palabra” (Sal. 119:105) indica esto – algo que nos ayuda a caminar bien. “Guardar” es atesorar, preservar, conservar. La idea es estimarla como un tesoro, y cuidarla para que no se pierda. Es darle el lugar preferido en nuestro corazón. “Poner por obra” toca nuestros hechos, nuestra manera de vivir, y es aquí que demostramos que realmente hemos aprendido algo. Si no oímos bien, no aprenderemos bien, y si no aprendemos bien, no podemos guardar bien ni poner por obra bien. Y si no somos hacedores de la Palabra, nos estamos engañando. 
Deuteronomio 28:1-14 declara que las bendiciones vendrán de la obediencia. Observemos lo que los versículos 1 y 2 dicen: “Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios”. El Salmo 119 expresa la actitud y los hechos de uno que ama la Palabra, la oye, aprende y guarda. Pero en el resto de Deuteronomio 28, los versículos del 15 al 68 advierten que de otra manera vendrán maldiciones, es decir, por la inatención a la Palabra de Dios. El versículo 15 dice: “Pero acontecerá, si no oyeres la voz de Jehová tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos y sus estatutos que yo te intimo hoy, que vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán”. La historia de la nación de Israel en el resto del Antiguo Testamento ilustra la verdad y precisión de lo que Dios dijo en Deuteronomio 28. Aquí no hay misterio. El camino de la bendición es la atención y obediencia a la Palabra de Dios. 
Si alguien dice que esto fue en el Antiguo Testamento pero no es así en el Nuevo, porque en el Nuevo se nos enseña amor, se equivoca. Y el que dice que requerir la obediencia es legalismo, también se equivoca. Nuestro Señor Jesucristo dice en Juan 14, “si me amáis, guardad mis mandamientos” (v. 14). El amor a Cristo produce obediencia.“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (v. 21). “El que me ama, mi palabra guardará” (v. 23). “El que no me ama, no guarda mis palabras” (v. 24). Santiago 1:22 dice: “sed hacedores de la Palabra”, pues de otra manera nos estamos engañando.  Juan 2:3-4 declara: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él”.  
Si, hermanos, todavía es la obediencia el camino de bendición. Por eso debemos congregarnos, oír atentamente, aprender bien, guardar y poner por obra la Palabra de Dios. El himno “Obedecer y Confiar en Jesús” lo expresa bien.

1. Para andar con Jesús no hay senda mejor, 
que guardar sus mandatos de amor;
Obedientes a El siempre habremos de ser, 
y tendremos de Cristo el poder.

Coro:   
Obedecer, y confiar en Jesús, 
es la senda marcada para andar en la luz.

2. Cuando vamos así, ¡cómo brilla la luz 
en la senda al andar con Jesús!
Su promesa de estar con los suyos es fiel, 
si obedecen y esperan en El.

3. Quien siguiere a Jesús ni una sombra verá, 
si confiado su vida le da,
Ni terrores ni afán, ni ansiedad ni dolor, 
pues lo cuida su amante Señor.

4. Mas sus dones de amor nunca habréis de alcanzar, 
si rendidos no vais a su altar,
Pues su paz y su amor sólo son para aquel 
que a sus leyes divinas es fiel.

       Carlos Tomás Knott
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UNA OBRA MARAVILLOSA

“Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras”.    – Salmo 139:13-14

Es verdad que somos hechos formidable y maravillosamente, con billones de células, cada una de ellas más compleja que un reloj, y con órganos que cooperan juntos para sostener nuestra vida. En el centro de todo está el órgano llamado “corazón”. Perfectamente colocado en medio del cuerpo humano, es aproximadamente el tamaño de tu puño, y pesa cerca de medio kilo. Late alrededor de 70 veces por minuto (100.000 veces al día), y bombea 7.570 litros de sangre en el cuerpo cada 24 horas. La red de arterias y venas en un cuerpo humano mide unos 100.000 kilómetros, es decir: dos veces y medio la vuelta al mundo. Pero el corazón bombea la sangre de modo que requiere sólo 30 segundos para completar su circuito particular. En 70 años el corazón late unas 2.555.000.000 veces, bombeando unos 193.000.000 litros de sangre. Nada que el hombre ha inventado puede compararse con el corazón humano. ¡Cuán grande es nuestro Dios!
adaptado de una lectura del calendario "Choice Gleanings"
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¡VIENE PRONTO!

Dicen que los ríos, cuanto más largos, mayor su tamaño e importancia. Así también es con los acontecimientos en la historia de este mundo. Con cada año que pasa son más interesantes. Todo conduce a un final. Las cosas toman formas nuevas y extrañas. Muchos presienten que eventos significativos están a punto de suceder.
¿Por qué es esto? Creemos que es porque el suceso más grande de toda la historia se aproxima – es el retorno del Señor Jesucristo a este mundo. Él ha estado aquí antes. Todos hemos oído de Su vida perfecta, sin pecado, llena de amor y bondad – una vida que jamás otro ha vivido ni se ha conocido entre los hombres. También sabmos cómo los hombres le premiaron por ella, cómo le crucificaron, colgándole entre dos criminales. Hemos aprendido, también, como Él salió triunfante en resurrección tres días después, y ascendió de nuevo al cielo de donde había venido.
Pero, antes de ascender, dio testimonio y promesa de Su retorno, que será en dos partes. Primero, el Señor mismo descenderá del cielo en nubes de gloria, para arrebatar a todo creyente verdadero para que esté siempre con Él. Luego, Cristo volverá a la misma tierra, un retorno sin sufrimiento ni humillación como antes, sino en poder, con juicio y gloria, y acompañado de las huestes del cielo.  
Éste es el gran acontecimiento que está a punto de caernos. El mundo continúa siendo Su enemigo aunque Él ha dado más de dos mil años para que se arrepienta de sus pecados contra Él. Han derramado la sangre de Sus siervos, han despreciado a Sus verdaderos seguidores, y han rechazado Sus derechos. Ahora, aun multitudes de los que profesan Su Nombre se le están volviendo traidores – como Judas – besándole por dinero, y como el mundo, exponiéndole a vituperio. 
Su paciencia está llegando al final. Él está a punto de volver. Amigo lector, ¿está Ud. entre los que le aman y obedecen, o entre los del mundo? ¿Se ha lavado de sus pecados en la sangre de Cristo, o la está pisoteando y así sellando su condenación?
Puede que estas palabras le parezcan cuentos. Puede que mientras siga la paciencia maravillosa de Dios Ud. se atreva a endurecer en su corazón. Pero lo mismo le es tratar de parar el avance del tiempo, que tratar de evitar su encuentro con Jesucristo en Su venida. Si no es creyente en Él, será dejado atrás para afrontar los terribles juicios de Dios sobre este mundo de rechazadores de Cristo. “Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos... de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” (Apocalipsis 6:15-17).
Entonces los grandes y pequeños, ricos y pobres, débiles y poderosos – todos los que no han doblado la rodilla a Jesucristo el Salvador, la doblarán a Jesucristo el Juez en el juicio del gran trono blanco. “Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsos 20:15).
Estimado lector, en amor debemos rogarle una vez más. ¿Está preparado para el más grande de todos los sucesos – la venida del Señor Jesucristo? ¿Es usted amigo, amador y adorador del Señor Jesucristo? ¿Ha reconocido su necesidad de Él, y entonces ha confiado en Aquel que murió por sus pecados como su Salvador? Si no, ahora es su oportunidad. Hoy es tiempo aceptable, día de salvación. Mañana será día de juicio.                                                        —P.J.L.

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A LAS FUENTES DEL CRISTIANISMO  
(parte II)
por Samuel Vila

Cómo tuvo lugar la transformación del cristianismo 

Dos grandes fuerzas obraron en la elaboración del tipo de cristianismo católico-romano. 
Primeramente, las doctrinas purísimas y evangélicas predicadas por el Divino Maestro y sus apóstoles durante las primeras décadas de nuestra Era. 
En segundo lugar, la religión sacerdotal pagana. 
Esta mezcla se hizo poco a poco, siendo la principal causa de ello la introducción en la Iglesia de multitudes convertidas sólo de nombre por seguir la corriente del siglo. Estas, echando de menos el fausto y costumbres de sus iglesias paganas, influyeron en la introducción de ritos y ceremonias de su culto a las que se dio un giro y aplicación cristianas.1 
Y lo peor es que no sólo sufrieron merma en el transcurso de los siglos la espiritualidad y sencillez del culto cristiano, sino que la misma doctrina experimentó un cambio trascendental con la invención de nuevos dogmas, como los que en nuestra misma época fueron proclamados después de siglos de discusión entre las más destacadas personalidades del Catolicismo Romano. Tales dogmas son por lo general favorables a los intereses materiales de la Iglesia, pero muy perjudiciales a la pureza de la fe, al crédito de la religión y a la salvación de las almas.2
Vamos a considerar algunas de las doctrinas nuevas o modificadas, señalando: 
1° Lo que la Iglesia enseña en la actualidad. 
2° Lo que dice el Evangelio respecto al mismo asunto. 
3° Lo que los santos padres de la Iglesia creyeron y predicaron referente a las mismas doctrinas. El testimonio de los santos padres es abundantísimo, pero no podemos dar sino unas pocas citas para no hacer interminable esta obrita. 
Aunque para nosotros lo decisivo en materia de fe son las enseñanzas de la Sagrada Escritura, y no nos apoyamos en testimonio de hombres que pueden equivocarse, por más piadosos que sean, es en gran manera interesante ver lo que creían aquellos santos varones de los primeros siglos para confirmarnos en la fe que debemos poseer. 
La contradicción a una creencia o doctrina de parte de cristianos fieles de los primeros siglos es prueba bastante clara de que tal doctrina no pertenecía al legado común apostólico, aunque otros padres la apoyen y defiendan, ya que ciertos errores se originaron bastante temprano en la Iglesia; pero, por lo general, no tuvieron tales errores la aceptación universal de las grandes verdades de la fe, como, por ejemplo, la muerte redentora de Cristo, la resurrección del Señor, su ascensión a los Cielos, y la esperanza de su segunda venida; sobre tales cosas no había discusión entre los cristianos. Tal consentimiento común, apoyando la enseñanza clara del Nuevo Testamento, es lo que los cristianos evangélicos buscamos para reconocer como auténtica y digna de crédito cualquier doctrina de nuestra fe. 

La confesión auricular 
La confesión es, según el parecer de los más piadosos autores cristianos, el primero de los deberes del creyente; el signo exterior del arrepentimiento y el secreto del perdón; pero ¿a quién debe hacerse la confesión? 

Según la doctrina Católica Romana 
Es obligación de cada fiel ir a confesar sus pecados, por lo menos una vez al año, a un sacerdote, quien como ministro de Dios tiene poder para darle la absolución.3 

El Santo Evangelio dice: 
«Mas tú, cuando orares, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Evang. S. Mateo 6:6). 
David exclama: «Confesaré contra mí al Señor mi injusticia, y tú perdonaste la iniquidad de mi pecado. Por esta razón orará a ti todo santo en el tiempo oportuno» (Salmo 32:5-6). 
En los Hechos y cartas apostólicas no tenemos un solo caso donde los apóstoles recomendaran la confesión auricular, ni hallamos que confesaran a una sola persona; pero tenemos constantes exhortaciones al arrepentimiento y la confesión a Dios de toda clase de pecados. 

Un texto aclarado por la misma Biblia 
¿Qué quiso, pues, significar Jesús cuando dijo a sus discípulos: «A quienes remitiereis los pecados, les serán remitidos, y a quienes los retuviereis, les serás retenidos» (S. Juan 20:23)? Evidentemente, se refería a la gran responsabilidad que pesaba sobre los discípulos como mensajeros del glorioso Evangelio, que proporciona el perdón de los pecados a los hombres que lo aceptan. 
El ministro del Evangelio, y particularmente el que se dedica a la obra misionera, como tenían que dedicarse los apóstoles (vers. 21), tiene ciertamente el privilegio de ofrecer el perdón de los pecados, o de retener a los hombres en sus pecados, según sea su diligencia en dar a conocer las Buenas Nuevas de salvación. Si el discípulo de Cristo, al entrar en contacto con pecadores necesitados de salvación, les habla de todo menos de la gloriosa posibilidad y seguridad que Dios les ofrece de perdonarles sus pecados si se arrepienten y aceptan a Cristo como Salvador, ¿no les retiene por su descuido o negligencia en aquellos pecados de los cuales podrían ser librados? Si, en cambio, les anuncia a Cristo y la salvación, ¿no se convierte en el medio para que sus pecados sean remitidos? ¿No les da por su mensaje el perdón? 
La interpretación de este texto parecerá algo forzada a los católicos, acostumbrados a interpretarlo en el sentido de la confesión auricular, pero no lo es en absoluto teniendo en cuenta el hiperbólico modo de expresarse de los judíos. Tenemos un ejemplo de ello en Levítico 13. Para explicar que el sacerdote hebreo declarará limpio o inmundo al leproso, el texto original, en la versión de la Setenta, y en la misma traducción del Padre Scío de San Miguel, dice que «lo limpiará» o «contaminará». Es evidente que el sacerdote no podía «limpiar» a ningún hombre de su lepra, ni hacerle libre de la contaminación legal que dicha enfermedad implicaba; sino que era tan solamente el perito, el facultativo designado para declarar que el hombre estaba limpio. Así, tampoco los apóstoles podían «remitir» a los hombres sus pecados, sino declarar de qué manera Dios les remitiría o perdonaría sus pecados. 
Tenemos otros ejemplos de hiperbolismo en las mismas palabras de Cristo. En San Lucas 14:26 dice: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y madre, no puede ser mi discípulo»; lo que tomado al pie de la letra contradice toda la doctrina moral de Jesucristo y su propio ejemplo, al procurar un protector para su bendita madre cuando ésta se hallaba afligida al pie de la cruz. El pensamiento de Cristo requiere esta terminación: «En el caso de que los padres sean un impedimento para seguirme.» El Señor no lo dice, porque su idea sería perfectamente comprendida por los discípulos. Del mismo modo, no declara: «A quienes remitiereis los pecados, por la predicación del Evangelio» o «los retuviereis por dejar de predicarlo», porque el significado era sobreentendido, o lo sería muy bien por sus discípulos cuando vieran los resultados que dicha predicación trajo el día de Pentecostés. 
Que ésta sea la interpretación natural y no forzada del pasaje lo demuestra la conducta posterior de los apóstoles. Si éstos hubiesen empezado desde el mismo día de Pentecostés a recibir confesiones de los fieles, a dar absolución y a prescribir penitencias; y si halláramos que tal había sido la costumbre obligada de los cristianos desde los primeros siglos del cristianismo, los cristianos evangélicos seríamos los primeros en admitir la confesión; interpretando las palabras del referido texto como las interpretan los sacerdotes católicos; y tampoco discutiríamos la sucesión de su pretendido poder de perdonar. Pero el buen sentido nos impide aceptar la sucesión de una potestad que los apóstoles no usaron ni practicaron jamás. 
continuará, d.v.

NOTAS:
1 La influencia pagana en la historia del catolicismo romano es reconocida por los mejores escritores católicos. El catedrático A. Boulanger, en su Historia de la Iglesia (libro de texto de algunos Seminarios católicos), página 135, y bajo el epígrafe 92, «Servicios prestados por el Estado a la Iglesia», dice: «El Estado debe mucho a la Iglesia, pero la Iglesia a su vez debe no poco al Estado... El cristianismo hereda del paganismo sus privilegios e inmunidades. Los sacerdotes disfrutan de la inmunidad fiscal, o exención del pago de impuestos y cargas públicas, y adquieren el privilegio denominado fuero eclesiástico.
«A pesar de esto, la protección de los emperadores les resultó perjudicial. De una parte, la obligación que se impuso a los paganos de abjurar su religión proporcionó a la Iglesia elementos impuros que fueron causa de perturbaciones y de corrupción.
Así pues, los inconvenientes del favor imperial resultaron graves; pero no hay que juzgarlos separadamente ni ser más severos que la propia Iglesia. Si, en fin, la Iglesia supo acomodarse a tal situación sin sacudir el yugo, fue porque comprendió que la protección del Poder, a pesar de sus defectos y abusos, le era más útil que perjudicial» (Boulanger, op. cit, Introducción).

2 La Iglesia católica pretende que la definición de un dogma no es invención, sino fijación de una creencia existente ya en la Iglesia. Comprendemos que es así, ya que en la definición de un dogma no entra el elemento sobrenatural. El papa no recibe, como los profetas bíblicos, una inspiración que le impulse y obligue a definir, sino muchas incitaciones de obispos y organizaciones católicas favorables a aquella opinión que desean ver convertida en dogma, en oposición de otros católicos que lo repudian. Todo el mundo sabe que la definición papal hará callar a éstos por obediencia, no por convicción; exactamente igual como ocurre en cualquier gobierno político con la promulgación de una ley nacional.
Pero lo que interesa averiguar (recurriendo a las fuentes del cristianismo), en el caso de una definición dogmática, es si la tal proclamación significa la fijación de una verdad o de un error, que muy bien pudo abrirse paso por motivos puramente humanos y supersticiosos. En tal caso la decantada fijación de la doctrina o dogma es todavía peor que la invención papal de la misma. De hecho, es también una invención; pero ya no de una persona o de un grupo de personas cultas que, sin presiones de ninguna clase, podrían tener más en cuenta las razones bíblicas o históricas que apoyaran tal doctrina, sino que es el producto de la ignorancia de siglos pasados. Puede ser la consagración de una idea que ha ido fijándose y afirmándose de siglo en siglo por motivos puramente sentimentales, en los cuales entra todo menos el peso de los documentos y la verdad histórica.
Desgraciadamente, éste parece haber sido el caso en la definición de los principales dogmas relacionados con la bienaventurada Virgen María, los cuales dogmas fueron combatidos con irrefutables argumentos por grandes lumbreras de la Iglesia como san Anselmo, san Bernardo, santo Tomás de Aquino, y muchos otros; y, sin embargo, el sentimiento popular católico-romano acabó por imponerlos.
Algo semejante ocurre con los procesos de canonización, en los cuales el sentimiento popular, y el propósito de complacer a un sector del Catolicismo, no deja de ser tenido en cuenta. Un ejemplo de ello es el caso de la heroína nacional francesa santa Juana de Arco, a quien la Iglesia católica de su época mandó quemar por bruja, y siglos más tarde, cuando así convino a los intereses políticos, fue elevada a los altares como santa.
3 Código de Derecho Canónico, lib. III, cap. 3, artículos 901 al 910.

El libro: A Las Fuentes Del Cristianismo, por Samuel Vila, editado por CLIE, está agotado y fuera de circulación. Puede hallarse en formato PDF en varios lugares en internet.
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Los Privilegios 
y las Responsabilidades 
de la Comunión en la Iglesia Local
por Carlos Tomás Knott

La recepción a la comunión de la iglesia local es entrar en la vida de una comunidad de creyentes salvos por la gracia de Dios. Es un compromiso que se toma por amor al Señor Jesucristo y el amor fraternal. Tenemos comunión con el Señor y también los unos con los otros (Hch. 2:42; 1 Co. 1:9; 1 Jn. 1:3, 7). Es la casa de Dios, y el Señor debe tener la preeminencia en todo (Col. 1:18).
En el Nuevo Testamento es evidente que esa recepción era prácticamente simultánea con la conversión. Habiendo creído el evangelio, la persona fue bautizada y entraba en comunión con los otros creyentes. De esta manera la predicación del evangelio resultó en la formación y edificación de iglesias locales. El Señor nos ha hecho “miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19) y desea que perseveremos en la comunión unos con otros (Hch. 2:42).
Muchos piensan que la recepción es algo como un permiso para tomar la Cena del Señor, pero es mucho más. Realmente es a la comunión de la asamblea, no sólo a una de las reuniones. Por eso es importante conocer a las personas antes de recibirlas: ¿quiénes son, qué creen y cómo andan? Cuando se nos recibe a la comunión de la iglesia del Señor, participamos con todos los hermanos que ya andan en comunión con el Señor y unos con otros. Compartimos la vida cristiana y la responsabilidad de servir al Señor y serle testigos hasta que Él venga. La vida de comunión conlleva sus propios privilegios y responsabilidades. Cada creyente debe interesarse por estos, familiarizarse con ellos y procurar practicarlos diariamente.

LOS PRIVILEGIOS
1. El privilegio de la presencia prometida del Señor Jesucristo (Mt. 18:20) cuando los hermanos se congreguen en Su Nombre.

2. El privilegio de la adoración colectiva (1 Co. 11:23-32) cada primer día de la semana, en la Cena del Señor.

3. El privilegio de la oración colectiva (Hch. 2:42; 12:5, 12) intercediendo por otros y viendo al Señor obrar en respuesta a la oración.

4. El privilegio de recibir enseñanza y ayuda en practicar lo que dice la Palabra de Dios (Ef. 4:12), tanto en las reuniones así como en una consulta o visita personal.
5. El privilegio de servir junto con otros creyentes, haciendo la obra del ministerio (1 Co. 3:9; Ef. 4:12).  Por ejemplo:
· ejercer la hospitalidad (Ro. 12:13; He. 13:2)
· testificar del Señor Jesucristo e invitar a otros a venir
· preparar y repartir literatura
· visitar, animar y ayudar a los hermanos                                  
                 (Ro. 14:19; He. 13:16)
·cuidar, mantener y limpiar el local de reunión

6. El privilegio de ofrendar a Dios, invertiendo así en la obra del Señor y haciendo tesoro en el cielo (Mt. 6:19-21; Ro. 12:3; 2 Co. 9:6-10; Ef. 4:8).

7. El privilegio de gozar de la amistad y el compañerismo de otros creyentes (He. 10:24-25).

8. El privilegio del cuidado, consuelo y ayuda de la familia de Dios en tiempos difíciles y en las pruebas de la vida (Fil. 2:4).

9. El privilegio de la comunión y amistad con todos los hermanos en la congregación, y también de saber que la tienes con todos los hermanos en la común fe en el Señor Jesucristo en todo el mundo (1 Co. 1:2).

10. El privilegio de recibir el cuidado espiritual del gobierno de Dios en la iglesia, siendo guiado y aconsejado por los ancianos de la asamblea (Pr. 15:27; He. 13:7, 17).

LAS RESPONSABILIDADES
1. La responsabilidad de ejercer tu propio don espiritual para el provecho de los hermanos en la iglesia y para la gloria de Dios (1 Co. 12:7; 1 P. 4:11).

2. La responsabilidad de ser un pacificador y procurar guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, guardando primeramente tus pensamientos y también tu lengua de chismear, murmurar o criticar (Sal. 133:1-3; Mt. 5:9; Ro. 12:18; Ef. 4:3; Stg. 3:13-18).

3. La responsabilidad de asistir regular y puntualmente a las reuniones de la iglesia, con ánimo y devoción al Señor  (Hch. 2:42; He. 10:25).

4. La responsabilidad de compartir voluntaria y liberalmente en los gastos de la iglesia y las necesidades de los siervos del Señor (Ro. 15:127; Ga. 6:6; 1 TI. 5:18; 1 Co. 9:7-11).

5. La responsabilidad de vivir en santidad en tu vida personal y de mostrar el carácter de Cristo en todo tiempo a los demás (2 Ti. 2:19; Tit. 2:12; 1 P. 1:15-16).

6. La responsabilidad de dar ayuda, exhortación y edificación a los hermanos, pensando siempre en su bien (Gá. 6:2; Col. 3:16; 1 Co. 12:29).

7. La responsabilidad de mostrar el amor de Cristo a otros de manera práctica, haciendo bien a todos y mayormente a los de la familia de la fe (Lc. 6:27-36; Jn. 13:34-35; Gá. 6:10; 1 P. 4:8; 1 Jn. 3:16-18).

8. La responsabilidad de participar en el ministerio de la hospitalidad, no dejándola para otros (Ro. 12:13; 1 Ti. 3:2; He. 13:2; 1 P. 4:9).

9. La responsabilidad de compartir y colaborar en la obra de la iglesia, la obra del ministerio, sea física, económica o espiritual (Gá. 6:10).

10. La responsabilidad de ser sensible a la enseñanza de la Palabra de Dios y ser hacedor de ella. Esto incluye la enseñanza pública así como la particular, que sería el consejo bíblico y piadoso de los ancianos (1 Ts. 5:12-13; He. 13:7, 17; Pr. 12:15).

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“Te Toca”
Preguntas para reflexión y aplicación personal

1. ¿Soy verdaderamente un creyente nacido de nuevo, discípulo del Señor Jesucristo? ¿Cómo lo sé, y cómo pueden saberlo los demás? ¿Qué evidencia hay en mi vida de que esto es así?

2. ¿He sido bautizado desde que confié en el Señor Jesucristo?

3. ¿Vivo una vida de santidad personal (separado del mundo para agradar a Dios), o una vida de conformidad al mundo? ¿Qué cambios hacen falta en mi vida para ser más como el Señor Jesús?

4. ¿Me he comprometido con la asamblea, para practicar la comunión, para que cuenten conmigo como hermano?

5. Según lo que dice Hebreos 13:17, ¿quién en esta iglesia tendrá que dar cuenta de mí al Señor, esto es, quiénes son los pastores?

6. Respecto a los privilegios, ¿de cuál de ellos debo hacer más uso en mi vida?

7. ¿Tomo en serio mis responsabilidades de la comunión en la iglesia? ¿Cuál de ellas necesita más de mi atención?

8. ¿Asisto y participo espiritualmente en las reuniones, o soy esporádico y variable? ¿Cómo podría mejorar?

9. Si los demás hermanos fuesen o actuasen como yo, ¿cómo sería la iglesia?


“Para que... sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad”.
1 Timoteo 3:15